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Cuando Rod Stewart la rompió en el Estadio

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Rod Stewart. Crédito: rodstewart.com.

Por Eduardo Rivero ///

Todos hemos leído alguna vez alguna conmovedora historia de soldados de la primera guerra mundial que, por ejemplo, en la noche de Navidad, salían de sus trincheras para ir a saludar a los soldados de la trinchera de enfrente, en un gesto de paz y humanidad posible aún en medio del más feroz de los enfrentamientos.

Una vez viví una historia así.

Trabajaba redactando anuncios en una de las principales agencias de publicidad del medio. La cuenta más importante que manejábamos era la del refresco por definición, ese que todos nombran y conocen. El enemigo de cada día, que nos monitoreaba y disparaba desde la trinchera de enfrente, era otra de las principales agencias, que tenía la cuenta del otro refresco que todos conocen. Para nuestro disgusto, el refresco publicitado por los de la otra trinchera era el patrocinador de la primera presentación en el Estadio Centenario del gran Rod Stewart, que tendría lugar la noche del martes 22 de febrero de 1989.

Ese mismo martes, por la tarde, en medio de una reunión creativa, surgió el tema del recital de Rod Stewart en el Estadio y empezamos a lamentarnos en forma coral de nuestra mala suerte. Al ser traído por la competencia, no tendríamos otra que comprar las entradas, si es que quedaban, cosa bastante improbable. En ese entonces ningún auténtico peso pesado del rock había llegado al Uruguay y casi no se hablaba de otra cosa que de ese espectáculo, que había generado una expectativa impresionante.

Uno de los creativos, en un súbito arranque de audacia, dijo que no sería mala idea llamar por teléfono a los de la trinchera de enfrente y, sin más, le pidió por el interno la llamada a la telefonista. Cuando lo comunicaron pidió hablar con el departamento creativo:

—Mirá, te hablamos de la agencia del otro refresco. Si ustedes fueran competidores leales, les tirarían unas entradas a los creativos al servicio del enemigo, es decir, quien te habla y un par de colegas más.

Su audacia fue premiada con el caballeroso gesto de entradas gratis en la cancha para los cuatros que estábamos en esa habitación. La guerra, como el amor, es un arte.

Marchamos al Centenario directamente desde la agencia al atardecer para ubicarnos sobre un enorme tapete que parecía hecho de esponja y cubría toda la cancha. Para nuestra suerte, por haber llegado temprano logramos lugar a escasos metros del centro mismo del enorme escenario, que lucía, detrás de los instrumentos y las jirafas de los micrófonos, una gigantesca muñeca inflable multicolor, como echada sobre un diván y apoyada sobre una enorme pelota de fútbol blanca con gajos negros.

Al llegar la hora del show, en el Estadio había decenas de miles de espectadores ansiosos y nosotros cuatro nos encontrábamos, como sardina en lata, prácticamente a los pies del escenario. Se apagaron las luces. Se encendió la inmensa muñeca inflable. Los músicos, casi a oscuras, ocuparon su lugar. Y rasgó la noche el estruendo indecible de un riff de guitarra eléctrica tocado con maestría y un sonido gordo y pleno como jamás lo habíamos escuchado en ninguna banda local –dicho esto con el debido respeto por mis colegas músicos uruguayos y con la admiración que mantengo hasta hoy por el nivel técnico de una amplificación que fue majestuosa–.

Se encendieron las luces del escenario y allí estaba una tremenda banda tocando el arranque del tema Hot Legs con una fuerza demoledora como yo nunca había escuchado. A la guitarra solista y su riff se sumaron bajo, batería, teclados, una segunda guitarra y tres instrumentos de viento.

El volumen era tal que temí quedar sordo, pero los graves del bajo me pegaban en el pecho como solo el rock and roll puede hacerlo. La dicha de estar allí era indecible cuando aún la estrella del show no había aparecido. Recuerdo que a los 20 segundos del tema pasó por mi cabeza un único pensamiento: “que grande que es el rock and roll”.

Desde el costado izquierdo apareció Stewart, vistiendo un saco a cuadros holgado y pantalones bombilla. Tras patear un par de pelotas del fútbol hacia el público, empuñó el micrófono inalámbrico –entonces una novedad– y sobre la locomotora en marcha de su banda, luego de dar un par de pasitos cortos caminando casi agachado hacia el centro del escenario, empezó a cantar:

Who’s that knocking on my door
It’s gotta be a quarter to four
Is it you again coming ‘round for more
Well you can love me tonight if you want
But in the morning, make sure you’re gone
I’m talkin’ to you
Hot legs, wearing me out
Hot legs, you can scream and shout
Hot legs, are you still in school
I love you honey…

Un detalle grandioso de Hot Legs, es que luego del “I love you honey”, la banda hacía un segundo de silencio y entonces le contestaba al cantante otra tremenda frase de guitarra con overdrive que te dejaba semisordo, feliz y sin aliento.

Era impactante que ese flaco ya madurito, vestido con ese saco que le iba grande y luciendo ese peinado post punk de pelos parados pintados de color rubio-ceniza (como decía la etiqueta de la tintura que usaba mi vieja), tuviese esa voz tan enorme e increíble, entonando a la perfección desde una ronquera que parecía producida por el roce del papel de lija aplicado sin piedad sobre sus cuerdas vocales.

Rod Stewart nunca había sido, en lo personal, un gran ídolo, por más que conocía su trayectoria desde tiempos inmemoriales. Pero los 30 segundos iniciales de Hot Legs, con su vertiginoso goce estético y su bajo pegando en el pecho apoyando a esa voz que no se parece a ninguna otra, me hicieron comprender su grandeza y el porqué de su leyenda.

Pensé que su voz era irreal, y que, en el mejor de los casos, se quedaría afónico al tercer tema por la forma en que parecía forzar esa garganta. Con el correr de los temas comprendí que el tipo tiene exactamente esa voz, que no la fuerza ni la coloca adrede, sino que “es” así. Y de quedarse ronco, pues nada, gracias a Dios y al rock.

Estaban Todd Sharp y Steve Farris en guitarras, Carmine Rojas en bajo, Charles Kentis en teclados, Tony Brock en batería y Jimmy Roberts, Nick Lane y Rick Bruan en vientos. Los de los vientos hacían sus frases y luego bailaban los tres parejitos, agregando acting al espectáculo y pagando tributo a los ejecutantes de vientos de rhythm and blues que históricamente tocan y bailan a un tiempo.

Rod Stewart hizo un show deslumbrante, torrencial, generoso. Más allá del detalle demagógico, pero en definitiva simpático, de tirar una y otra vez pelotas de futbol hacia el público, mostró además de su increíble voz, un nivel de comunicación con la gente como pocas veces he visto. Un auténtico grande.

La banda –y el cantante– nos pasó por arriba en las rápidas: clásicos de la talla de Some Guys Have All the Luck, Baby Jane, Da ya Think I’m Sexy? o, por supuesto, Hot Legs. Pero no encuentro mejor forma de decirlo que afirmar que también en las baladas nos pasó por arriba. En ese rubro estuvieron nada menos que Tonight’s the Night, The First Cut is the deepest, I don’t Want to Talk About It, Maggie May o Sailing.

Hasta hoy se afirma que el show del 22 de febrero de 1989 fue el primer gran show de rock de nivel internacional que viviera el Uruguay, en una historia que luego traería a nombres como Eric Clapton, Sting, Paul Simon, Aerosmith, Paul McCartney y The Rolling Stones. Y yo creo que es indudable que así fue.

Rod Stewart volvería a jugar en el Estadio –y a romperla totalmente– el 25 de febrero de 2014, mostrando, pese a sus 69 años, una absoluta vigencia y volviendo a cantar, entre muchas otras, Hot Legs como sólo él puede hacerlo.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

Video: RHINO

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