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Viglietti, su música y yo

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Por Eduardo Rivero ///

Eran los años finales de la década de las décadas, la que duró más que otras, la que estuvo llena de acontecimientos a cual más increíble: el hombre en la luna, la píldora anticonceptiva, el flower power, el mayo del 68 en París, el boom literario latinoamericano, el nuevo cine norteamericano, los primeros transplantes cardíacos, la Revolución Cubana, la guerrilla urbana y por supuesto, The Beatles.

Era tan poderosa y tan absolutista la monarquía de los cuatro de Liverpool, que para quienes eramos adolescentes era imposible pensar siquiera en consumir otra música que no fuera la suya o, en un sentido más amplio, el rock en inglés.

Los más jóvenes músicos uruguayos escribían canciones en inglés para un público que entendía que no era culturalmente incoherente que un grupo de pibes uruguayos, de su mismo barrio, su mismo balneario o su mismo liceo cantasen en ese idioma. Todo lo otro nos sonaba “viejo”. A escondidas de mis amigos, yo escuchaba igualmente con mi padre y un primo mayor a Gardel, Troilo y Grela o João Gilberto.

El hecho es que, además de todos los sucesos de la década del 60 reseñados al principio, ocurría otra cosa de la que los pibes no teníamos ni noticias: la canción contestataria uruguaya con nuevos artistas que estaban asomando la cabeza y apenas calentando sus gargantas como Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños, José Carbajal “El Sabalero” o Daniel Viglietti.

Recuerdo con cierto pudor, que la primera vez que escuché a artistas que hoy adoro como Zitarrosa o Los Olimareños, pensé que aquello era un plomo ilevantable y una música de viejos. Hasta que, en ancas de la radicalización política impresionante en la que empezamos a vivir a partir del 68, escuchamos por primera vez a Daniel Viglietti. Le cantaba al cambio -al más radical- y, encima, no sonaba a viejo.

Me recuerdo caminando en dirección a la casa de algún amigo, con la pila de discos bajo el brazo. Una pila en la que bien podían estar el Sgt Pepper’s de The Beatles, el Between the Buttons de The Rolling Stones, el Highway 61 Revisited de Dylan, pero también el Canciones para el hombre nuevo de Viglietti.

El tipo no sonaba a “folklorista”, no olía a rancio. Era, por el contrario, el sonido exacto de aquel tiempo cargado de magia y de excesos, de milagros de creatividad y brutal violencia.

¿Quién no se embanderó entonces con la utopía? ¿Quién no colgó en su dormitorio de adolescente un poster del Che Guevara? Al menos entre la gente que yo frecuentaba.

Daniel Viglietti fue la puerta de entrada para comprender que en nuestro pequeño país había un enorme movimiento de figuras que luego reconoceríamos como esenciales. Creo que ese es uno de sus grandes atributos. Hablaba-como es innegable- de una revolución política, pero tal vez sin ser consciente de ello, fue abanderado de una revolución estética, de un cambio radical en la cabeza de los pibes de mi generación. Era posible que la música en nuestro idioma también fuera nuestra, que el canto de una cierta raíz rural no fuera conservador y que, por el contrario, sonara a vanguardia.

La belleza incuestionable de su música, la hondura de su poesía, la imponente prestancia de su voz, y la maestría de su guitarra nos cautivaron tanto como sus constantes apelaciones a la lucha armada.

El país, entonces y en los años de oro del movimiento “canto popu” estaba lleno de cantores que no contaban canciones sino meras consignas, que no tenían la más mínima sutileza, que simplemente cantaban como una medida política. Viglietti mantenía una postura política extrema, pero desde una discografía cargada de sutilezas, matices, sorpresas compositivas, interpretativas y arreglísticas. Y todo eso lo separaba de otros intérpretes y autores de su generación y de las generaciones posteriores.

Si bien luego de la derrota de la guerrilla en la que creía con vehemencia y tras la dictadura y el exilio Daniel siguió editando discos muy interesantes, su aporte máximo a la música popular uruguaya lo representan sus más clásicos discos de los años previos al golpe de Estado, vale decir, la trilogía integrada por el mencionado Canciones para el hombre nuevo (1967), Canto Libre (1969) y Canciones chuecas (1971), este último posiblemente su disco más exitoso (y también más radical).

Por alguna razón tal vez incomprensible, mi pensamiento de entonces no encajaba en aquello de “agarremos los fierros y hagamos la revolución”. Sentía el peso del cambio, me aferraba a la utopía pero no lograba imaginarme empuñando arma alguna. Eso no me hace ni mejor ni peor que nadie: simplemente fue lo que sentí. Pero a pesar de esa, digamos, “discrepancia táctica”, no por eso dejé de escuchar una y otra vez a Viglietti con enorme disfrute estético.

Pongamos el caso del célebre Canciones chuecas. Me parecía entonces -y me sigue pareciendo- uno de los discos uruguayos más bellos que yo haya escuchado. Las melodías son hermosísimas, los arreglos orquestales, hechos por Coriún Aharonián bajo el seudónimo Leonel Häinintz, de absoluta vanguardia estética, sorprendentes e irresistibles, y Daniel con su voz y su siempre notable guitarra, la interpretación perfecta para ese material.

La casi totalidad de las letras de ese notable disco apuntan a la lucha armada y la llegada del “hombre nuevo” sin el mínimo margen de error. Es un disco manijero hasta lo indecible, pero empuñando una manija cargada de hermosura poética y musical. Hay tanto valor artístico en ese disco, que hasta, sin esfuerzo, pasamos por alto la torpe glorificación de un delincuente común llamada El chueco Maciel. Canciones como Sólo digo compañeros, Muchacha o Cielito de los muchachos incluyen versos como “qué verde viene la lluvia/qué joven la puntería”, “pero yo grito: mujer entera/pero yo grito: guerrillera” o “perder la paciencia/y sólo encontrarla/en la puntería, camarada”.

La guerra a la que cantaba Daniel se perdió y luego, para rematarla, vinieron años de oscurantismo y férrea represión que parecían no terminar más, pero que un día se acabaron. Daniel y los de su generación volvieron. Algunos, haciendo mea culpa y cuestionando fuertemente lo ocurrido. Otros, sin darse por enterados, y anclados en un tiempo ya largamente ido.

Pude conocer personalmente a mi siempre admiradísimo Daniel Viglietti en los últimos diez años de su vida. Pude aquilatar su gentileza, su fino intelecto, su enorme cultura. Logré con él cuatro entrevistas periodísticas de las que me enorgullezco y que guardo como un tesoro.

Una de ellas, previa a uno de los tradicionales “recitales de fin de año” que Daniel daba en el Solís, fue para el semanario Brecha, cuya edición cierra indefectiblemente los miércoles. Daniel había quedado en mandarme las respuestas por e-mail y avanzada la noche del miércoles, esas respuestas no habían llegado a mi PC. Me fui a dormir pensando que la nota no iba a publicar. Cerca de las dos de la madrugada me despertó el teléfono. Era Daniel deshaciéndose en disculpas por la tardanza.

Pese a la hora, como ocurrió en cada una de esas ocasiones, charlamos de nuestro tema favorito en común: la música y los músicos y fue un placer. Al otro día me mandó invitaciones para el Solís. Fuimos con mi mujer a verlo. Era el concierto del 2011 en el cual Viglietti cantó en forma impecable y mostró, como siempre, su tremenda guitarra acompañando a su voz.

Cantó para una platea de veteranos canosos que añoraban una guerra perdida décadas antes y que empuñaban, emocionados, los fusiles oxidados de la nostalgia. ¿Hasta que punto Daniel seguía creyendo a pie juntillas en esas letras? ¿Hasta dónde creía en la vigencia exacta de esas palabras? ¿O estaba dándole a su público lo que su público quería? Una de las respuestas que dio en mi entrevista de Brecha es reveladora en tal sentido.

Pregunta:¿Grabarías hoy el mismo repertorio en discos como Canto Libre o Canciones chuecas?
Viglietti: Bueno, eso es irrepetible. Es lo que hice en aquel momento de la historia uruguaya y latinoamericana y de mi propia historia.

Estoy convencido que Daniel no estaba ajeno al mundo que lo rodeaba hoy y a sus diferencias con un ayer largamente ido. Fue un hombre de su tiempo. Pero de todo su tiempo, no solo de una parte. Fue un músico extraordinario. Un investigador consumado. Un archivista fenomenal. Un comunicador radial y televisivo de alta creatividad. Un tipo querible y un perfecto caballero. Y yo lo seguiré reviviendo con el mismo goce estético de siempre, por ejemplo, cada vez que Canciones chuecas eche a rodar.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

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