Editorial

¿Es la economía, estúpido?

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Por Rafael Mandressi ///

El verano boreal agonizaba, y en Francia uno asistía, entre descorazonado e inquieto, al nacimiento de la campaña electoral que habrá de estirarse hasta abril del año próximo. Mano dura, cierre de fronteras, discursos cantinflescos sobre la identidad nacional y otras pamplinas prometían un debate pobre, a menudo ridículo, y en todo caso penosamente irrespirable. Frente a ese panorama y cuando uno se aprestaba a entrar en apnea por unos cuantos meses, un libro vino a poner sobre la mesa algo distinto, otra discusión, otros temas. Conviene no hacerse demasiadas ilusiones: se trata apenas de una irrupción cuyos ecos se extinguirán rápidamente, y pronto la atención volverá a concentrarse en los cacareos de compadrito de Nicolas Sarkozy, en la solitaria inanidad blanduzca de François Hollande y en los borborigmos fóbicos de Marine Le Pen.

Aprovechemos pues la inesperada ocasión de zafar, al menos durante unos días, de esa atmósfera de gallinero, gracias a dos economistas, Pierre Cahuc y André Zylberberg, autores de un panfleto que ha movido otras aguas: El negacionismo económico, y cómo deshacerse de él*. Se trata, como queda claro desde el título, de un libro de combate. Cahuc y Zylberberg, que se presentan a sí mismos como “ortodoxos”, no dudan en pegar fuerte, al borde de la injuria, empleando un término, “negacionismo”, con el que se suele remitir a quienes ponen en duda la existencia de las cámaras de gas de los nazis durante la Segunda guerra mundial. Puesto que los autores dicen situarse en el campo de la ortodoxia, el anatema se dirige a los economistas presuntamente “heterodoxos”, que se resisten a admitir que la economía se ha convertido, en las últimas tres décadas, en una ciencia experimental, a la manera de la biología, la física o la climatología, aunque en el libro se hace caudal, sobre todo, de la comparación con los protocolos experimentales de la medicina.

Los “heterodoxos” no tardaron en reaccionar. Un grupo denominado “economistas aterrados” y algunos miembros de la Asociación Francesa de Economía Política, expresamente atacados, respondieron haciendo notar, entre otras cosas, que Cahuc y Zylberberg no practican el procedimiento experimental que preconizan, que confunden lo experimental con lo meramente empírico, y que, contrariamente a lo que afirman en su libro, la producción académica en materia de “economía experimental” es en realidad muy minoritaria.

Esta controversia pública, que en las dos últimas semanas ha ocupado un lugar significativo en los medios de comunicación, permite comprobar que los intercambios en el mundo universitario pueden ser violentos e incluso de mala fe. No es ese su interés principal, por supuesto, ni tampoco la delimitación aparente de dos bandos enfrentados, ya que no solo no está del todo claro, más allá de la disputa, qué son la ortodoxia y la heterodoxia económicas, sino que a uno y otro lado de la frontera que las separa las cosas no son homogéneas.

La carne más jugosa de este debate está en el uso de la ciencia, como si la experimentación fuese un requisito indispensable para que haya ciencia, como si las ciencias sociales, y la economía en particular, para ser científicamente respetables, debieran mimetizarse con las ciencias que algunos llaman “duras”, como si existiese una única definición, por todos compartida, acerca de qué es científico y qué no lo es, y, por último, como si no encajar del todo en parámetros de cientificidad que suelen ser imaginarios, fuese oprobioso para una disciplina y despojasen de valor a un conocimiento. Lo llamativo en este asunto es que todos estos aspectos huelen a siglo XIX, están impregnados de la idea según la cual el funcionamiento de las sociedades y las economías obedece a “leyes” o cuasileyes, análogas a las que describen los fenómenos naturales, y que se trata de descubrirlas, formularlas y luego atenerse a ellas.

Atenerse, sí, ya que el nudo del problema está allí: los economistas analizan y explican, pero también pronostican, indican rumbos a seguir y promueven decisiones a tomar. No es en sí un problema, por cierto, salvo que se olvide que cuando se ingresa en lo normativo se deja la ciencia, sea cual fuere la definición que de ella se dé, para poner un pie en la política. Si, por añadidura, se pretende que conocimiento científico y verdad inapelable son la misma cosa – si, en otras palabras, se hace política con el arma intimidatoria de una suerte de teología científica, si el académico se convierte en experto – se dará por sentado que toda deliberación es inútil, por superflua. De ahí a mandar a callar a los contradictores so pena de humillarlos desde las cumbres de la ciencia, hay apenas un paso. El que separa la ortodoxia del autoritarismo.

(*) Pierre Cahuc y André Zylberberg, Le négationnisme économique et comment s’en débarrasser, Paris, Flammarion, 240 p.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 26.09.2016

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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