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Base Antártica Artigas: Una (casi) utopía con temperaturas bajo cero

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Ángela Reyes/EnPerspectiva.net

Por Ángela Reyes, especial para EnPerspectiva.net ///

Antes de las seis de la mañana, a plena luz de día –porque se acerca el verano y no hay un solo minuto de oscuridad– ya se escucha el trajín en los distintos edificios de la Base Científica Antártica Artigas. Las botas sobre la nieve, los bolsos arrastrándose, los clics de las últimas fotos: es 9 de diciembre y hoy se despide de la Antártida la dotación que trabajó allí durante un año.

En el comedor se recuerdan anécdotas, desde los días en octubre en que la nevada de inusual intensidad tapaba las puertas de los edificios y no se podía salir sin ayuda, hasta la celebración del Midwinter, el solsticio de invierno, el 21 de junio, en la que las bases de distintos países se reunieron a celebrar, disfraces mediante, que desde ese momento en adelante la noche se vuelve cada vez más corta.

Están el jefe de la base, el buzo, la cocinera, el mecánico, el electricista, el operador de radio, el meteorólogo y la doctora. Se respira ansiedad y alivio. El trabajo está cumplido, y no es un trabajo para nada sencillo. Son muchos los sacrificios que las dotaciones soportan en nombre de la investigación científica, razón de ser de las bases instaladas en la Antártida.

En la Base Artigas se desarrollan numerosos proyectos que comienzan con la recolección de muestras en el continente –y continúan luego en Uruguay–, por ejemplo para la producción de biocombustible a baja temperatura y menor costo o para la producción de enzimas utilizadas en protectores solares que cumplan con los estándares exigidos por la Unión Europea.

Desde su fundación, en diciembre de 1984, la base depende del Instituto Antártico-Uruguayo (IAU) del Ministerio de Defensa Nacional y es operada por integrantes de las Fuerzas Armadas que aseguran su funcionamiento para uso de los científicos.

Existen dos formas de llegar desde Uruguay a la base, que se encuentra en la Isla Rey Jorge, en el archipiélago de las Islas Shetland del Sur, en el paralelo 62º: por barco o avión, en este último caso con una escala obligada en la ciudad chilena de Punta Arenas. En la isla, que tiene poco más de 1.000 km2, también funcionan bases de Argentina, Brasil, Chile, China, Rusia y Reino Unido, entre otros países. El puerto más cercano es el de Ushuaia, la ciudad más austral del mundo.

El año se está acabando y la dotación vuelve al “mundo real” tras un paréntesis de un año en el que cambian todas las reglas de juego. En la base, por ejemplo, no existe el dinero. No hay absolutamente ningún sitio donde gastarlo, porque todos los recursos llegan directo de Uruguay.

Esto supone, desde el punto de vista práctico, un esfuerzo supremo de organización. “Lo que hay que tener en la Antártida sobre todo es mucho imaginación de lo que uno pudiese llegar a necesitar, porque en la Antártida no hay nada, hay que ser absolutamente autosuficiente”, explica Alejo Contreras, el primer chileno que alcanzó el Polo Sur a pie y que desde hace más de 30 años viaja al continente. Allí se dedica a realizar traslados, trabajando con la base chilena, la uruguaya y también turistas.

Sin embargo, su mayor impacto es desde el punto de vista psicológico. Para quienes pasan allí el año entero, es tranquilizador “olvidarse de que a fin de mes llueven las cuentas”, comentaba en charla informal un miembro de la base. Esto no quiere decir que no exista conciencia del valor del dinero. Por el contrario, algunos se postulan precisamente por la posibilidad que desde el punto de vista económico supone la misión. Sin embargo, el cambio en la rutina es radical y exige un proceso de readaptación una vez que la dotación vuelve a su país, explica Ángela Quarterolo, la psicóloga del IAU, quien hace más de 20 años viaja a la Antártida.

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Cuatro vehículos, ninguno funciona

Días antes de irse de la Antártida, la dotación de 2015 comienza a despedirse de las bases vecinas, que pertenecen a Chile, China, Rusia y Corea. Se multiplican las invitaciones a los uruguayos, pero estos no tienen literalmente en qué ir. La base Artigas tiene cuatro vehículos –dos motos y dos carriers, camiones especialmente diseñados para transitar en la nieve–, pero ninguno funciona y los repuestos para repararlos aún no llegan. Este es el reflejo de un problema mayor: el presupuesto. Aproximadamente US$ 1 millón por año es destinado a la Antártida, un monto “insuficiente” de acuerdo a la opinión unánime de la base.

Finalmente, todos los traslados suceden gracias a la buena voluntad de los vecinos: los chinos van a buscar a los uruguayos, los chilenos prestan un carrier. Este gesto muestra fielmente la fraternidad que existe entre las dotaciones de los países instalados aquí, otra de las características distintivas del continente.

Sociedad utópica

Este diciembre también se celebra el cambio de mando en la base Artigas. El comedor se viste de fiesta para despedir a la dotación que estuvo en 2015 y traspasar el control a la que estará en 2016. Allí corren y juegan cuatro niñas chilenas que viven a pocos kilómetros, en la llamada Villa Las Estrellas. Cerca de ellas, un joven ruso y otro chino, ambos con gorros con la bandera uruguaya, hablan en inglés con un oficial del Ejército. Se acerca el jefe saliente de la base y se escucha a la niña más pequeña tratando de llamar su atención: “tío Ale, tío Ale”. Pocos minutos después, otras van y le piden torta a la “tía Yose”, una torta que, en honor a la ceremonia, replica el edificio principal de la base Artigas.

En una misma habitación interactúan uruguayos, chilenos, chinos, rusos y coreanos, todos integrantes de bases que se encuentran cercanas en la Isla Rey Jorge. Las bases se ayudan en casos de emergencias y con recursos humanos y materiales, que incluyen desde el préstamo de vehículos hasta el intercambio de alimentos.

Pero el vínculo trasciende con creces el apoyo logístico, y la escena que se vive en la base uruguaya se repite luego en otras. Y hay visitas a la iglesia ortodoxa rusa, a la tienda de souvenirs chilena y al invernáculo de cultivos hidropónicos chino.

“Con los chinos se formó una excelente amistad”, cuenta la doctora Patricia Correa, quien está a punto de finalizar su tercera misión en la Antártida. “Nosotros no sabemos chino, ellos no saben español, nuestros ingleses son muy limitados y sin embargo jugamos deporte, básquet, ping pong”, dice.

Para Quartarolo, la psicóloga de la base, la Antártida puede definirse como una “una sociedad utópica”. “Es una sociedad donde no importa el idioma, no importa la religión ni tus simpatías políticas ni ideológicas”.

La comunicación es fluida, tanto entre las bases como hacia Uruguay –la conexión telefónica y de Wi-Fi es de calidad tan alta que no permiten a uno darse cuenta que está a 3.000 km de Montevideo. Sin embargo, el aislamiento existe. Es un aislamiento psicológico, “la ansiedad de no poder irnos cuando queremos”, explica Quartarolo.

Por eso, los integrantes de la dotación son seleccionados cuidadosamente: deben ser capaces de adaptarse a situaciones extremas –el clima, los cambios en la luz– y demostrar una alta tolerancia a la frustración. Pasar una temporada en la Antártida es un desafío hasta en los aspectos más básicos de la vida cotidiana. Para algunos, requiere incluso aprender a caminar de nuevo: a caminar en la nieve y sortear con éxito la posibilidad de caerse o hundirse cuando está blanda. Es necesario hasta adaptarse al peso de las botas para el frío.

Actividad fuertemente regulada

Ángela Reyes/EnPerspectiva.net

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Toda la actividad en el continente está enmarcada en el Tratado Antártico, un documento que dispone que la Antártida se utilizará “exclusivamente para fines pacíficos” y establece un régimen de cooperación y de intercambio de información entre los países.

En el marco del tratado, Uruguay administra una porción de territorio, pero esto no significa que sea su dueño. De hecho, el documento establece que ninguna actividad que se lleve adelante mientras el tratado esté en vigencia “constituirá fundamento para crear derechos de soberanía en esta región”.

Siete países tienen reclamos de soberanía sobre territorio antártico que son previos a la firma del tratado y que quedaron congelados mientras se aplica el mismo. El territorio que Uruguay ocupa, por ejemplo, es reclamado por Argentina, Chile y Reino Unido.

Poca "empatía"

En la base Artigas la indignación es patente. No hay declaraciones formales, pero sí una sensación que atraviesa las conversaciones casuales, cuando el viento sopla fuerte y hay que salir a la intemperie o cuando se agudiza el ingenio para arreglar un carrier porque los repuestos no están: Uruguay no valora el trabajo que se realiza en la Antártida. Lo que se percibe de afuera es indiferencia, que se traduce en un presupuesto insuficiente.

“Los tomadores de decisiones muchas veces tienen sus prioridades y obviamente la prioridad antártica no está entre las primeras”, opina el mayor Alejandro Capeluto, quien se desempeñó como jefe de la base durante 2015. La escasez de recursos hace que tengamos que “ser más imaginativos a la hora de desarrollar soluciones a determinados problemas, vamos sobreviviendo en ese trajinar y no hacemos ver que hay necesidad que son reales”, explica.

¿Por qué la Antártida no es prioridad? Las respuestas son múltiples, dice Capeluto, quien señala dos de los factores que a su juicio influyen. El primero es que “hay muy poca empatía” con el científico. “Si no soy capaz de ponerme en el lugar del otro y no soy capaz de darme cuenta de la importancia del trabajo del otro, no me van a importar nunca sus necesidades”, dice. Pero además “venimos de un país que vive de espaldas al mar, porque nuestra riqueza está en el campo, cómo podemos pretender tener una conciencia antártica si ni siquiera tenemos una conciencia marina”.

Retorno del fin del mundo

En la base Brigada Aérea I, al lado del Aeropuerto Internacional de Carrasco, el termómetro marca más de 25º. Bajo la sombra, esperan familias enteras con carteles de “bienvenido” y gorros con colores de clubes del fútbol uruguayo. Cuando finalmente llega la dotación se multiplican los abrazos, las risas, el llanto y los chistes sobre el calor.

Poco a poco, cada cual reemprende su camino de regreso “al mundo”. Algunos volverían a la Antártida, otros no. Lo que sí es seguro es que ninguno olvidará el momento en que se abrió la puerta del Hércules y se enfrentó por primera vez al blanco, la inmensidad y el vacío estremecedor.

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Sobre la autora
Ángela Reyes es periodista y docente, colaboradora de EnPerspectiva.net y la cadena alemana Deutsche Welle. Viajó a la Base Científica Antártica Artigas en diciembre de 2015 en el marco del proyecto independiente Antártida te visita, una serie de cortometrajes sobre la presencia uruguaya en el continente blanco.

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