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Disputatio periodística
Periodismo y publicidad

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Por Darío Klein ///

El periodismo es “el mejor oficio del mundo”. “El periodismo es una maravillosa escuela de vida”. “El poder para moldear el futuro de una República estará en manos del periodismo”. “¿Qué otro oficio permite a uno vivir la historia en el instante mismo de su devenir y también ser un testimonio directo? El periodismo es un privilegio extraordinario y terrible”. Frases de Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Joseph Pulitzer y Oriana Fallaci, que describen el honor y a la vez la responsabilidad que implica ejercer el periodismo.

Es de las pocas profesiones que, en los países con buen grado de democratización, están protegidas constitucionalmente. Los pensadores de las democracias occidentales –Tocqueville, Stuart Mill, Montesquieu, Franklin…–  comprendieron rápidamente que la tarea informativa de los medios es clave para que el sistema funcione: como intermediario entre gobernantes y gobernados, como garante del derecho de la ciudadanía a informarse, como control, contrapeso y balance del poder.

Por eso, el oficio del periodista no es uno más. Juega un papel clave en el sistema que hemos elegido la mayoría de los seres humanos para gobernarnos, al menos por esta parte del mundo. Pero, como decía Stan Lee en boca del tío Ben en el Hombre Araña: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.

Esa gran responsabilidad tiene que ver con cómo trabajamos, como desarrollamos día a día nuestra tarea (que será tema de otras columnas) pero, también, con lo que hacemos cuando no estamos desempeñándonos oficialmente como periodistas. Por eso deberíamos respetar, entre otras cosas, algunas normas éticas básicas. Por ejemplo, tratar de evitar el conflicto de intereses. Hay una larga lista de conflictos de interés posibles. Pero en esta ocasión me voy a centrar en uno que es bastante común en Uruguay: los periodistas que hacen publicidad de productos o empresas.

Algo tan normal en Uruguay, pero que en otros países ni siquiera se cruza por la cabeza de ningún periodista. No hay un solo manual de estilo o código deontológico que no desaconseje esta práctica. Y los que no lo mencionan, lo hacen desde la indiferencia hacia algo obvio e indiscutible. El New York Times, por citar un único ejemplo extranjero, va incluso más allá y recomienda que los periodistas eviten dialogar sobre necesidades, metas y problemas, con los departamentos de publicidad del medio.

Incluso nuestro Código de Ética Periodística, avalado por la Asociación de la Prensa del Uruguay (APU) señala: “se debilita la credibilidad del periodista cuando se incurre en la difusión de mensajes publicitarios explícitos o implícitos, ya sea dentro de los programas periodísticos (publicidad encubierta o no tradicional) o como parte de campañas publicitarias o propagandísticas de cualquier tipo, a excepción de la participación en las campañas de difusión de los medios en los que los periodistas trabajan o en campañas de bien público”.

Serlo y parecerlo

Veamos ahora los motivos. En primer lugar, están dos pequeñas palabras que sostienen buena parte de nuestro trabajo: credibilidad e independencia. Una cosa depende generalmente de la otra. Cuando informamos debemos dejar claro que, aunque podamos tener un punto de vista subjetivo, lo hacemos desde la absoluta independencia no solo política sino también comercial. Eso implica serlo y también parecerlo.

Esa credibilidad, que todo periodista defiende día a día porque es su principal activo, es, al mismo tiempo, lo que pretenden comprar las marcas al contratarlo y pedirle que anuncie su producto. La paradoja es que, al contratarlo para eso, están dañando esa misma credibilidad que compraron.

¿Por qué la dañan? Porque la palabra del periodista está (debe estar) asociada a la verdad quimérica o, al menos, a su búsqueda. Y porque todos sabemos que la publicidad busca justamente lo opuesto: convencer, persuadir, para que alguien actúe de una forma determinada.

Está claro que la publicidad es un pilar de los medios de comunicación, un engranaje vital de la economía de mercado en la que vivimos y que el publicista haría mal su trabajo si no buscara la mejor opción para promocionar su producto.

Por eso considero fundamental que oyentes, televidentes y lectores dejen de considerar aceptables los mensajes publicitarios emitidos por periodistas. Prácticas que, en definitiva, dañan su derecho a estar informados. El derecho a la información no es del periodista, es de la ciudadanía.

Pongamos el ejemplo, nada extraño, de que la empresa anunciada se convierta en sujeto de noticia. ¿Cómo hace un periodista para cubrir a la empresa involucrada en un escándalo si a la vez es la cara de esa empresa? ¿Cómo hace para informar sin sesgo sobre un tema determinado si la gente lo identifica con una empresa vinculada al asunto del que está informando? ¿Cómo hace un periodista para hablar de manera independiente de una crisis de un determinado sector si está anunciando una empresa de ese área?

Pero, además, cuando el periodista es contratado para ser la cara de una empresa, habitualmente eso incluye el usar su figura y voz en cualquier otro medio de comunicación, aunque no sea el suyo. Eso suele derivar en la peculiaridad de que un presentador o periodista de un canal o una radio aparezca en otra radio o canal, incluso en la tanda del programa con el que compite en horario y prestigio.

Cuestión de investidura

Es necesario tener en cuenta que el prestigio que compran las marcas no pertenece necesariamente al periodista. Cuando una marca contrata a un individuo, también alquila su “investidura” o la credibilidad de la posición que ocupa: la tarea que desempeña en un momento determinado como corresponsal, reportero, presentador o figura de tal o cual medio. Ese prestigio no es únicamente nuestro. Por lo tanto, la empresa periodística debería ser la principal interesada en protegerlo, cuidarlo, evitar dañarlo.

Pero, claro está, para eso debe estar dispuesta a pagarle a sus figuras lo necesario, o tal vez alguna prima extra, para que no se vean tentadas o incluso necesitadas a trocar credibilidad e independencia periodística por publicidad.

En charlas con muchos colegas que realizan estas publicidades nunca encontré a ninguno que defendiera la tarea como algo ético. El argumento es económico: el dinero es mucho, por poco trabajo, y es un dinero que el medio en el que trabajan no está dispuesto a pagarles. El argumento es entendible: los medios deben pagarle a sus estrellas como tales, porque, si no, otras marcas lo harán y, al hacerlo, estarán perjudicándolas.

Es decir que la solución a este dilema no está solamente en la conciencia de los periodistas y en que aprendan a decir que no a la tentación del dinero (conozco a muchos que lo han hecho no una sino varias veces). La solución también depende de los medios que los contratan y, sobre todo, de que el público –usted, estimado lector– deje de verlo como algo normal.

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