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El Ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha (1615) (V)

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por Marcelo Estefanell ///

 

Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca?

(Don Quijote de la Mancha, cap. II, tomo II)

 

Segundaparte don Quijote

Tapa de la segunda parte del Quijote, de 1615


Pasaron 10 años entre la publicación de la primera parte del Quijote y la segunda, 1605 y 1615, respectivamente. Pero en la novela solo transcurren tres meses en los cuales el hidalgo Alonso Quijano el Bueno se quedó en su casa y en su cama, sobreponiéndose de los avatares padecidos cuando salió en procura de las tan mentadas aventuras; y, como era de esperar, no le fue nada bien.

En nexo notable entre ambos libros —y en esa década tan generosa en acontecimientos que aun asombran— radica en las consecuencias que tuvo el accionar tanto del autor como el de los personaje, como si la realidad y la ficción fueran dos aspectos de un mismo fenómeno. No olvidemos que en el primer tomo, luego que Alonso Quijano se convierte en don Quijote, el hombre se imagina cómo escribirá su primera salida el cronista que le toque en suerte, y se pregunta:

¿Quién duda sino que en los venideros tiempos cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?— y aquí se viene una joya barroca-caballeresca en boca del personaje que cuenta su propia experiencia y el autor transcribe—: “Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la  ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, (…) cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió su famoso caballo  Rocinante,  y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel”.

Luego, a través de don Quijote, el narrador pone estas palabras fundamentales para entender el nudo gordiano de la obra: Dichosa edad, y siglo dichoso aquel donde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante  compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras.

Dicho de otra forma: el hidalgo pauperizado y desconocido más allá de su aldea, resucita un oficio olvidado, anclado en la edad media e idealizado por las novelas de caballería, porque en él no solo ve todo lo bueno que significa su realización, sino que al mismo tiempo la caballería andante puede ser un medio para alcanzar otro fin: ser personaje literario (los subrayados me pertenecen).

El texto es claro: don Quijote nunca duda de que algún cronista recogerá sus hazañas. Sabio encantador, lo llama. En términos modernos lo denominamos “narrador omnisciente”.

Al publicarse la segunda parte, en 1615, Cervantes consolida el objetivo que le asignó a su personaje: en el capítulo dos nos enteramos, junto a don Quijote, que (…) ya anda en libros la historia de vuestra merced, con nombre de El Ingenioso don Quijote de la Mancha —le comenta su escudero—; y dicen que me mientan a mí en ella con el mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

Don Quijote lo tranquiliza: los narradores, en su concepto, son sabios y magos, en consecuencia, no se les escapa nada. Luego acepta gustoso que Sancho vaya a buscar al bachiller Sansón Carrasco, portador de la noticia de que sus aventuras ya estuvieran impresas.

—Harásme mucho placer, amigo —le dice Don Quijote a Sancho—; que me tiene suspenso lo que me has dicho, y no comeré bocado que bien me sepa hasta ser informado de todo.

Así culmina el capítulo II. Al comienzo del siguiente, queda en evidencia el orgullo que siente nuestro héroe por andar su figura hecha libro. El bachiller Sansón Carrasco le (nos) dará detalles  que aún hoy causan asombro: (…) tengo para mí que al día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca (toda una profecía).

Y Don Quijote le responde:

Una de las cosas que más debe de dar contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y con estampa.

Aunque sea martillar sobre el mismo clavo el hecho es rotundo como el sol del verano: el tipo logra parte de lo que ambicionaba: ser personaje literario, trascender gracias a que sus aventuras están plasmadas en un libro, en un objeto, en suma, tan importante entonces como lo es hoy internet para nosotros con sus infinitos contenidos

Pero no se queda ahí Cervantes y su capacidad creadora; enseguida hace que don Quijote le pregunte al bachiller Sansón Carrasco si el autor promete segunda parte. Y éste le responderá: Sí promete, pero dice que no ha hallado ni sabe quién la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o no; y así por esto como porque algunos dicen: “Nunca segundas partes fueron buenas” (ahí está el juego: los lectores sabemos que la segunda parte existe, pero los personajes recién van tomando recaudo sobre la existencia del primer volumen).

Este juego de espejos se repite a lo largo de toda la novela; porque con el devenir de sus nuevas aventuras nuestro caballero  se irá cruzando con gente que lo reconoce por haber leído el primer volúmen de 1605, tal como sucede con los Duques, por ejemplo, o como le pasa con el Caballero del Verde Gabán, quien al encontrarse con don Quijote no da crédito a lo que ven sus ojos: (…) admiróle la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura (…). Don Quijote adivina la incertidumbre que causa en su interlocutor y, entonces, aclara:

Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que, tropezando aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia (otra profecía). Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura (…).

El hombre sabía que la andante caballería estaba restringida a los libros y resulta que tiene frente a sí no sólo a un militante fanático del oficio, sino a un personaje que orgullosamente le informa que sus aventuras ya están hechas libro. Algo por demás inaudito, por cierto.

En suma, don Quijote todo lo vuelve aventura y Cervantes todo lo convierte en literatura, como a los errores que cometió en la primera edición de 1605: con una lógica interna contundente hace que don Quijote y Sancho se enteren y reaccionen ante los yerros cometidos, y don Quijote, preocupado, le comenta al bachiller Sansón Carrasco:

—El que de mí trata, a pocos habrá contentado.

Antes es al revés (…) infinitos son los que han gustado de la tal historia—responde el Bachiller—; y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mesmo jumento, sin haber aparecido.

Y Sancho se defiende con estas palabras:

(…) miré por el jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer cuenta que no puso cosa buena.

Lo notable es que está haciendo referencia a una lamentación que hizo en el capítulo XXIII del primer tomo y de la segunda edición de 1605, aclaro, ya que en la primera, precisamente, Cervantes se había olvidado escribir sobre el robo del burro. Y para remediarlo, al mejor estilo barroco, pone en boca del escudero la lamentación que él recuerda haber hecho al recuperarlo: (…) ¡Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veinte maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa!

De esta forma, el genio de este escritor inconmensurable propone hasta nuestros días un juego permanente entre el lector, los personajes, los narradores, el traductor y el recopilador, como si todos bailaran una rueda-rueda. A su vez, poco a poco, uno descubre una especie de asociación entre un lector empedernido que se llama Alonso Quijano, quien imitando a los héroes novelescos se convierte en personaje de otro libro que usted está leyendo y, por primera vez en la historia de la literatura, alguien logra recrear la realidad y la ficción como si fueran dos organismos vivos que se necesitan y se pertenecen. Y así como don Quijote queda contento de que sus “hazañas” se hayan convertido en libro, los lectores compartimos su alegría a lo largo de otro volumen y todos, en definitiva, nos volvemos cómplices.

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