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Don Quijote VII. El binomio universal

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Don Quijote de Picasso"Don Quijote", por Picasso. Lavado de tinta (1955)

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

(Don Quijote de la Mancha, cap. LVIII, tomo II)

Estimado lector, ahora te voy a ofrecer algunos comentarios que surgen de ese dúo universal en que se convirtieron don Quijote y Sancho Panza: amo y escudero, señor y siervo, pero, por sobre todas las cosas, dos amigos entrañables. Una pareja despareja, en suma, que se ha tornado inseparable a lo largo de sus cuatro siglos de existencia literaria.

Es probable que al comienzo Cervantes haya tenido la intención de escribir una novela corta del tipo de las obras que reunió, en 1613, bajo el título de Novelas Ejemplares. La primera salida de su héroe en procura de aventuras y de fama la realiza solo, hecho que será advertido y echado en cara por el ventero de turno. Todo esto sucede a lo largo de seís capítulos. Allí está planteado el esquema básico: hidalgo-caballero que sale a resucitar a la caballería andante, troca la realidad por lo que él se imagina y su aventura se vuelve desventura; así las cosas, termina apaleado y herido.

Para bien de nosotros, sus lectores, Cervantes se entusiasmó y el plan se le volvió largo —cincuenta y dos capítulos en el primer tomo (1605), y setenta y cuatro en el segundo (1615)—, resultando, al fin y al cabo, una novela formidable.

Recién a partir del capítulo VII comienza a tomar forma uno de los binomios más conversadores y divertidos en la historia de la literatura universal: don Quijote y Sancho Panza. La razón parece muy sencilla: ambos son ingeniosos, dicharacheros, pícaros y, en algunos pasajes, grandes mentirosos. Esto, al menos, es lo que salta a simple vista. Una lectura más detenida nos mostrará por qué estos dos personajes se vuelven esenciales.

(…) solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien  —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera.(…) tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó salirse con él y servirle de escudero.

La promesa de don Quijote a su escudero será uno de los leit motiv de la novela, a saber: darle a gobernar una ínsula que él gane gracias a alguna aventura que le dé fama. A partir de entonces, Sancho se encargará de recordarle tal promesa una y otra vez: Mire vuestra merced, señor caballero, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea.

Y don Quijote, que no se anda con chiquitas, no sólo promete cumplimiento, sino que piensa aventajar a todos los caballeros que lo antecedieron, porque a veces pecaron de mezquinos dándoles alguna merced a sus escuderos cuando ya eran viejos y achacosos. En cambio, él se tiene fe, y con exagerado optimismo asegura: (…) podría ser que antes de seis días ganase yo algún reino, que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho; que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, con modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.

A Sancho le vuela la imaginación; y en voz alta se plantea futuros problemas concretos: (…) si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.

—Pues ¿quién lo duda?—respondió don Quijote.

—Yo lo dudo—replicó Sancho, en un lapsus de sensatez.

Él es crédulo pero nada tonto; no le cabe en la cabeza tal posibilidad, sobre todo con respecto a su esposa, y con gran sinceridad dice: (…) aunque lloviese Dios reinos sobre la Tierra, ninguno asentaría sobre la cabeza de Mari Gutiérrez (adviértase que le cambia de nombre, y no será la única vez). Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aún Dios y ayuda.

Don Quijote lo estimula: Dios le dará lo que le convenga, obviamente, pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.

En los diálogos está el mérito más notable de la obra de de Cervantes: teje toda la complejidad de situaciones y personajes a través de la palabra. Incluso, las contradicciones expuestas entre las afirmaciones del narrador y las conductas y opiniones de los personajes enriquecen significativamente a toda la obra, como es el caso citado: el autor nos dice que Sancho es un mentecato, pero bien que se muestra discreto e inteligente cuando le toca gobernar la tan ansiada ínsula.

Y, por su parte, don Quijote hace locuras pero bien que nos gustaría que todos los políticos siguieran los consejos que nuestro caballero le da a su escudero antes de partir a gobernar Barataria.

La relación de este hidalgo —trocado en caballero andante— y el campesino convertido en escudero, llega a su máxima expresión en la segunda parte de la novela cuyo aniversario estamos conmemorando: es aquí donde se consolidan los caracteres modernos de la obra, porque ambos personajes adquieren encarnadura por primera vez en la historia de la novela, a tal punto que podemos reconocernos en cada fisonomía, en cada personalidad y en muchas conductas. Hasta entonces, los personajes literarios solo eran eso; desde el Quijote uno puede encontrar semejanzas con un vecino, con un pariente y hasta con uno mismo a lo largo de la vida.

Don Quijote crece gracias a su escudero porque él, en tanto caballero andante, solo puede existir por sus atuendos y por su habla, y al contar con los oídos siempre atentos de Sancho tendrá con quien conversar de sus proyectos, de sus sueños y, fundamentalmente, de sus lecturas. Por si esto fuera poco, Sancho será también testigo privilegiado de toda la aventuras que pasarán juntos, hecho que su amo se lo hace saber explícitamente luego de enfrentar a los molinos de vientos: (…) porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquel que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.

Como don Quijote es Alonso Quijano el bueno, un lector que vendió su tierra por parcelas para comprarse libros, siempre basa su discurso en su experiencia literaria. Sancho, por su parte, enfrenta las aventuras desde su experiencia como campesino y labrador; su equipaje es una colección de refranes populares que conoce al dedillo y trae a cuento por cualquier motivo. Para don Quijote el problema básico consiste en cómo encajar su realidad esencialmente literaria en las vivencias de todos los días. Para Sancho Panza es a la inversa: el problema consiste en cómo hacer coincidir el mundo de las necesidades básicas —comer, dormir, defecar— con los proyectos quiméricos de su amo.

Don Quijote, como cualquier mortal, se enojará con su escudero en muchas ocasiones, y lo llamará (…) bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente (…) ¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo! Otras invocaciones, por el contrario, serán sumamente cariñosas: Sanchuelo, Sancho amigo, Sancho hermano, hijo de mis entrañas.

De estar tanto tiempo juntos se crea un grado de confianza tal que, en determinado momento, hace dudar a don Quijote de si esto es lo correcto: (…) y está advertido de aquí en adelante en una cosa —le dice a Sancho—para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo —pues claro, él repasa sus lecturas y no encuentra a ningún escudero que hable tanto como el suyo. Y se lo dice. Incluso cae en comparaciones como la de traer a cuento la actitud de Gandalín, escudero de Amadís de Gaula (quién si no otro): (…) y se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco.  Y agrega: Pues, ¿qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero. Así que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo (…). Y un poco más adelante, como redondeando la idea, le dice: (…) porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.

A buen entendedor pocas palabras bastan.

Pero por más que don Quijote teorice sobre las relaciones entre amo y vasallo, o caballero y escudero, pocas veces éstas abandonarán el campo teórico y formal; en general, se mantendrán en un terreno esencialmente fraterno y, sobre todo, cómplice: estos dos grandes mentirosos se necesitan mutuamente, más aún cuando ambos van tejiendo una mentira mayor a lo largo de toda la obra, dejando al lector en la intriga sobre cuál será la solución.

De aquí en más, estos dos inefables charlatanes cabalgarán  juntos —literal y metafóricamente— a lo largo de toda la obra y, en singular simbiosis, cada uno se alimentará del otro hasta el desenlace final.

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