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Don Quijote VIII. Los errores también juegan

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D Q y Sancho Honore Daumier

Sancho y don Quijote por Honoré Daumier (1868, óleo)

Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, que ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado (…), todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación, y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.

Prólogo de la primera edición de Don Quijote (1605)

 

A los grandes artistas, escritores, científicos y personajes destacados en el mundo de la política y de los negocios, solemos ponerlos en pedestales innecesarios. Y, lo que es peor, sus biógrafos y adláteres suelen subrayar, como elemento importante, la nacionalidad del sujeto como si ese factor fuese decisivo en el caso de un Picasso, un Gardel, un Einstein o un Cervantes.

Así pues, a nuestro querido Manco de Lepanto le han ido poniendo vestimentas que no le pertenecen y le adjudican virtudes que no tuvo hasta muy tarde. Los más exagerados lo han llamado “El Principe de las Letras” o “El genio de la Literatura Española”. Cuando, en verdad, si nos atenemos al texto de la primera edición de el Quijote (enero de 1605) salta a la vista de que nuestro apreciado Cervantes no escribía bien, que era bastante descuidado y algo desprolijo, sino no sería sencillo explicar las 3918 correcciones que tuvo que hacer para la segunda edición a las pocas semanas de la primera.

Convengamos que no todos los errores son atribuible al autor. En aquellos tiempos los originales pasaban por muchas manos antes de convertirse en libro y llegar al lector. En primer lugar, el escritor solía recurrir a un copista para facilitar la lectura de  su manuscrito; luego, en la imprenta, el original se dividía en varios cuerpos y cada uno se distribuía entre distintos tipógrafos; de esta forma, cada operario le daba su impronta al texto para que encajara en caja y coincidieran los capítulos, y cada tipógrafo, también, tenía sus propios criterios de sintaxis y de ortografía. En consecuencia, hoy no podemos discernir a quién pertenecen  cada uno de los errores que tiene la edición príncipe, pero si podemos concluir que el “Testimonio de erratas” que luce el libro en las primeras páginas es un mero adorno burocrático estampado por el corrector Real, el Licenciado Francisco Murcia de la Llana, quien, muy suelto de cuerpo, asegura:

Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.

Así pues, el único personaje que sabemos con certeza tuvo la oportunidad de chequear el original de Cervantes con los folios impresos, resultó ser un pusilánime.

Afortunadamente, don Miguel, defendió su novela, la corrigió y enmendó los errores más graves junto a su editor, como el hecho de haberse olvidado de escribir el robo del burro de Sancho y uno se entera cuando aparece sorpresivamente, así como esa actitud tan renovadora para la época que inauguró Cervantes al incorporar los comentarios de estos errores en la segunda parte y en boca de sus personajes, como el Bachiller Sansón Carrasco que consuela a don Quijote de esta manera:

(…) como las obras impresas se miran despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo.

—El que de mí trata —dijo don Quijote—, a pocos habrá contentado.

Antes es al revés; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor (…).

 

Es curioso comprobar que la mayoría de los errores se concentran entre los capítulos XXIII y XXX del tomo I. Son errores menores pero llamativos, más al ver unos tan cerca de otros. En el capítulo XXX adivinamos otro pequeño desliz: cuando don Quijote cree a pies juntillas la misión que le  encomienda la princesa Micomicoma (Dorotea, en realidad), él le responde: (…) y juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos desta… no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me llevó la mía. En los puntos suspensivos está el asunto; recién ahí nuestro caballero recuerda que ha perdido la espada y nosotros, simples lectores, también recién nos enteramos de lo sucedido ocho capítulos antes (XXII), cuando liberó a los galeotes. Evidentemente el autor olvidó por entonces explicitar la pérdida de la espada o el operario de la imprenta se salteó una línea.

Cervantes también recurre a la autocrítica literaria por lo reproches que debe de haber sentido en su tiempo al colocar, dentro de la novela, otras obras. Y no se le ocurre mejor ingenio que incorporar la opinión del recopilador (capítulo XLIV, segunda parte): Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. (…) Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.

Y en ese vaivén de opiniones y revisiones sobre la primera edición, Cervantes pone es boca de su personaje principal este gracioso comentario:

Ahora digo –dijo don Quijote– que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: ‘‘Lo que saliere’’. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: “Éste es gallo”. Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla.

Existen otros detalles que a primera vista uno puede calificar como gruesos errores, pero tras lecturas reiteradas y más detenidas, surge la duda de si hubo —o no—intención deliberada por parte del autor. Doy un ejemplo que rompe los ojos: la esposa de Sancho Panza figura con cinco nombres diferentes a lo largo de la obra: Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez, Juana Panza, Teresa Panza y Teresa Cascajo.

Entre el primer y el segundo cambio —de Juana a Mari Gutiérrez— sólo existen pocas líneas (cap.VII, tomo I); entonces resulta inexplicable cómo el autor no se percató del error. Casi al final de la primera parte (cap. LII) aparecerá con el nombre de Juana y con el apellido de su marido, como era costumbre en la sociedad manchega de entonces. Luego, en el segundo tomo, en aquel insólito capítulo cinco que el traductor tomará por apócrifo (otra genialidad: hasta el traductor opina y escribe), trocará el nombre de Juana por Teresa; poco después, en medio de un diálogo inaudito, ella misma dirá: (…) Teresa me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo.

Ahora bien, no termina aquí esta curiosidad cervantina; por el contrario, continúa en el capítulo LIX del tomo II; allí encontramos tanto a don Quijote como a Sancho muy interesados por el nombre de la susodicha, y todo por culpa del falsario y misterioso Alonso Fernández de Avellaneda; recuerde que en ese capítulo don Quijote se entera no sólo de la existencia de un impostor, sino que además toma en sus manos el libro apócrifo, lo ojea por arriba y luego comenta:

—En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.

A esto dijo Sancho:

—¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre.

¿Cómo es posible que Cervantes critique en su plagiario un error que él mismo cometió en su obra?¿Cómo pudo olvidar que fue él quien primero trocó el nombre de Teresa Panza por el de Mari Gutiérrez? Es más, podemos suponer que quien se escondió bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda llamó de esa manera a la esposa de Sancho para burlarse del error de Cervantes en su primer tomo.

Sea como sea, no es menos cierto que en las grandes obras hasta los errores tienen un significado y son objeto de estudio con tanto detenimiento como lo son los aciertos. El mérito de Cervantes fue juntar sus desprolijidades narrativas, sus olvidos y las contingencias sufridas en la imprenta cuando salió la primera edición, para integrarlas luego en el segundo tomo, inventando así soluciones literarias originales, novedosas y eficaces, elementos estos que, asociados a sus técnicas narrativas y a los juegos de espejos que les hace representar a sus personajes, no hicieron más que dar forma a la primera novela moderna y asentar las bases de todas las que vendrían después hasta nuestros días.

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