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Chavismo: Entre la tentación mesiánica y el republicanismo

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Por Rafael Porzecanski ///

Las voces de los simpatizantes locales del chavismo no se hicieron esperar tras la victoria de la oposición en las elecciones legislativas venezolanas, el reconocimiento oficialista de la derrota y la constatación de una jornada electoral sin fraudes y transcurrida sin incidentes graves. "¿Qué dirán ahora quiénes acusaban al socialismo bolivariano de anti-democrático?", se preguntan retóricamente esas voces.

La democracia es un concepto escamoso, resbaladizo, tramposo, sobre cuya definición aún debaten tanto ciudadanos de a pie como especialistas. Cargada de una evidente connotación positiva, nadie (o casi nadie) quiere hoy día asumirse como antidemocrático. Pese a que la calificación de regímenes según su calidad y condición democrática es un campo minado, la tarea resulta indispensable a menos que nos dispongamos a poner alegremente en la misma bolsa a la monarquía saudí con el socialismo cubano, a la teocracia iraní con la socialdemocracia francesa, al kirchenirsmo argentino con el frenteamplismo doméstico.

En ese esfuerzo de intentar separar la paja del trigo y el trigo de la soja, hace pocos días uno de los grandes referentes contemporáneos de la ciencia política, el polaco Adam Przeworski, sostuvo en entrevista con En Perspectiva que “la democracia es un sistema en el que los partidos de gobierno pierden elecciones”. Tiene razón Przeworski en destacar dicha condición como indispensable, quizás incluso la más importante para la construcción democrática. Y, en este sentido, las horas siguientes a la elección nos muestran que el chavismo venezolano ha perdido y también que se dispone a respetar la decisión popular, más allá del sabor extraño que siempre nos dejan las palabras de Nicolás Maduro.

El socialismo bolivariano, con estas elecciones recientes, ha marcado pues una distinción fundamental respecto a tantos otros regímenes con partidos únicos o minorías nominales, elecciones fraudulentas y/o gobiernos que se resisten a asumir derrotas. Sospecho, sin embargo, que aferrarnos a la definición más bien minimalista de Przeworski dejaría en las sombras varios aspectos del régimen venezolano que difícilmente se compatibilicen con lo que otros científicos sociales llaman una democracia plena. De las muchas críticas que ha recibido el socialismo bolivariano quisiera detenerme en las dos que creo mejor fundamentadas de acuerdo a la evidencia disponible.

En primer lugar, el hecho que la oposición haya obtenido una contundente victoria electoral no debe oscurecer que el socialismo bolivariano ha obstaculizado groseramente el legítimo derecho de la oposición a competir en relativa igualdad de condiciones. Los mecanismos específicos para desarrollar esta estrategia han sido diversos: proscripción de varios líderes opositores, tratamiento extremadamente dispar de la prensa oficial y opositora y disímiles condiciones de acceso a los medios masivos de comunicación para la promoción de candidaturas y propuestas.

Los factores que aquí menciono no son particularmente exigentes según los criterios usualmente empleados por las ciencias sociales. Al contrario, se trata de condiciones más bien mínimas que la literatura politológica le ha “exigido” a un régimen para calificarlo de democrático, condiciones que tienen que ver con la libertad e igualdad en la capacidad de reunión, expresión y asociación y con el derecho a competir en condiciones similares por los diferentes cargos en los poderes del Estado.

La segunda observación sobre el régimen venezolano tiene que ver con la relación existente entre los tres principales poderes del Estado. A principios de los años noventa, el politólogo argentino Guillermo O’Donnell introdujo un concepto novedoso y útil para caracterizar varios gobiernos regionales: “democracias delegativas”. O’Donnell observaba que si bien muchos de esos gobiernos cumplían con las condiciones básicas para ser una democracia, tenían un diseño institucional donde el Poder Ejecutivo concentraba la mayor parte del poder decisorio, con muy débiles mecanismos de control y corrección por parte del Congreso y del Poder Judicial.

Gobiernos como la Argentina menemista o el Perú de Fujimori son casos “delegativos” paradigmáticos en los que pensaba O’Donnell al construir dicha distinción. Lejos de barrer con ese espíritu “delegativo”, varios de los “progresismos” latinoamericanos heredaron con gusto esa particular modalidad de gobernar, donde ha abundado la discrecionalidad, la oscuridad en los procesos decisorios y la corrupción. Venezuela, en efecto, ha sido un paradigma de “izquierdismo delegativo” y por ello es entendible que desde hace tiempo no sólo la oposición sino también un sector significativo del “viejo” chavismo denuncien varios problemas típicos de una institucionalidad política que “delega” en los mesiánicos presidentes de turno funciones y decisiones que debieran ser procesadas por un abanico mucho más amplio de actores.

Hace algunas semanas, en La Mesa de En Perspectiva, al analizar la famosa carta del secretario de la OEA Luis Almagro, señalé que Venezuela constituía un híbrido entre mecanismos genuinamente emparentados con la democracia con procedimientos que parecieran perseguir el sueño de construir presidentes sempiternos, congresos complacientes, jueces amigos y medios de comunicación unívocamente oficialistas (probablemente con la Cuba socialista como referente de fondo). Hoy, a pocas horas de presenciar una jornada electoral limpia y competitiva –aunque precedida de múltiples irregularidades en las semanas previas– me convenzo aún más de que el chavismo navega entre la tentación de gobernar a solas y la pertinencia –o mejor, la necesidad– de escuchar y respetar a las voces disidentes.

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Sobre el autor
Rafael Porzecanski es sociólogo, magíster por la Universidad de California, Los Angeles, consultor independiente en investigación social y de mercado, jugador profesional de póker y colaborador de EnPerspectiva.net.

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