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El único que cantando era Gardel

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Por Eduardo Rivero ///

Un mocito desconocido, gordito y poco agraciado recorría en los años iniciales del siglo XX los barrios bajos de Buenos Aires, entonando sencillas, proletarias canciones de temática rural en boliches impresentables, patéticos prostíbulos y comités políticos de poca monta. Con el tiempo, inicialmente en dúo, luego como solista, se convertiría en el más grande cantante popular que haya jamás existido en este mundo, en el estilo que sea, en el lugar que sea y en el tiempo que sea, marcando el más alto nivel de calidad dentro de su escuela y, como si fuera poco, creando y sentando esa misma escuela, en un hecho especialmente inusual.

Carlos Gardel fue, además de un milagro musical, el arquetipo del ídolo popular que se hace desde la nada hasta la cima por sí mismo, perfectamente consciente de su potencial y absolutamente lúcido en cuanto a que herramientas empuñar y cómo utilizarlas.

El gordito que deambulaba por los barrios humildes, paupérrimos, periféricos, se transformaría en gran señor, impecablemente vestido de smoking, codeándose con la realeza europea y bebiendo champagne con Caruso y Chaplin, y estampando su sonrisa para la posteridad no solo en carátulas de discos sino también en el sagrado altar de todo bar que se precie: detrás del mostrador y entre las botellas, entre tantos otros sitios de devoción a los que todo pueblo es tan afecto. Es así desde hace 80 años, en ambas márgenes del Plata. Todavía es así, aunque cueste creerse, cuando los nonagenarios que respiraron su mismo aire y pisaron su mismo suelo alguna vez van desapareciendo aceleradamente.

Todavía los 24 de junio convocan su fantasma, a pesar de que los cines –como el desaparecido Intermezzo de la calle 8 de Octubre– que puntualmente en la fecha exhibían sus películas ya no las pasan. Los entendidos vuelven a analizarlo con más o menos rigor y más o menos amor. Y los fanáticos lo disfrutan con el mismo asombro y la misma emoción de la primera vez que se toparon con esa voz milagrosa. Y ese es el tema principal, donde arranca y debería finalizar todo análisis y todo comentario posible: su voz. Sin embargo no es así. Que Tacuarembó, que Toulouse, que el hijo de doña Berta, que hijo ilegítimo del coronel Carlos Escayola…

Toda una industria de la miopía, el chauvinismo histérico y el “camiseterismo” más trasnochado se ha formado a su alrededor y es una enorme pena que todo ese tema nos distraiga del análisis y del liso y llano disfrute de su voz.

Que Erasmo Silva Cabrera, Avlis, que el Dr. Payseé González, que el arquitecto Bayardo… Libro y libros buscando el más oculto eslabón de una cadena que lleve a la afirmación rotunda, irrefutable de su nacimiento en este suelo. Irrefutable como el análisis de ADN de sus restos y los del coronel Escayola que la municipalidad de Buenos Aires ha negado y que pondría punto final a tanta controversia y tanto macaneo.

Renegando del tiempo y los renglones gastados en esto, afirmo que creo que era uruguayo por dos razones que están absolutamente documentadas: porque utilizó una y otra vez documentación uruguaya o argentina donde invariablemente se declaró uruguayo y porque en reiteradas ocasiones se manifestó uruguayo en entrevistas periodísticas que nunca fueron desmentidas durante su vida. Ejemplos: diarios El tiempo de Montevideo, 26 de junio de 1915, La Tribuna Popular de Montevideo, 1º de octubre de 1933 y, pocos días después, El Telégrafo de Paysandú, el 25 de octubre de 1933, con un rotundo “ya que insiste, uruguayo nacido en Tacuarembó”. Y punto. Porque poco importa donde haya nacido sino quién fue y qué aporte hizo. Así hubiera sido polaco o natural de Borneo hubiera significado lo mismo habiéndose criado personal y artísticamente en Buenos Aires como en efecto hizo, para deleite y amor argentino y uruguayo.

Lo que importa es la voz y su condición de auténtico inventor del tango canción a la vez que su figura cumbre hasta hoy, un siglo después. Su voz de hermosísimo, mágico timbre, perfecta impostación, astuta respiración y afinación inmejorable. Su voz de particularísimo decir, capaz de “vendernos” cualquier letra, de la más sublime a la más ridícula, de la más dramática a la más guaranga con idéntica sugestión, con impar seducción, perfecta, inalcanzable. Su voz caracoleante directa heredera de los melismas típicos de la música que adoró y que cantaba a cappella entre amigos cada vez que estos se lo pedían: el flamenco y la canción napolitana. Su voz dueña de un rubato (adelanto o atraso respecto al acompañamiento) juguetón, acrobático, sorprendente. Su voz que, al decir de Lauro Ayestarán, quien lo vio cantar en su última incursión en escenarios uruguayos, en 1933, “era pequeña de volumen pero corría sobre el auditorio como una corriente eléctrica”.

Ese es el punto que escapa a todo análisis técnico: esa electricidad, ese manantial indescriptible que nace en cada frase parida por su garganta, que emociona hasta lo indecible y que, décadas de lado, jazz, hip hop, blues,  reggae, heavy metal, sigue cautivando a la gente de esta parte del mundo, lo sepan o no. Y es que a todos, paciente, nos espera lo que ha dado pie a una de las frases más tontas pero a la vez más verdaderas respecto a su multifacético mito: “cada día canta mejor”. Bueno: es así. Cada día sigue sentando una medida inalcanzable para todos quienes intenten cantar tangos más o menos profesionalmente, o bien en el respetabilísimo ámbito de la ducha. Hoy, más que nunca, con el tango transformado súbitamente, en una moda cool, con chicos y chicas que de golpe se animan al tango –lo que está muy bien– pero sin conocer sus misterios no escritos –lo que está muy mal– haciendo interpretaciones lineales y empapadas de pop anglosajón, su legado imperecedero aparece más patente que nunca interpelando con absoluta y comprensible severidad a las nuevas voces.

Cada día canta mejor porque, como dijo alguna vez Piazzolla, “sus discos ensayan de noche, cuando todos dormimos”. Y cuando despertamos nos esperan, para deleite y asombro, Naipe marcado, Dandy, Sueño querido, Duelo criollo –entre las cientos que grabó con guitarras, en su período más fermental y en mi opinión, más disfrutable–, Soledad, Golondrinas, Arrabal amargo, entre sus grandes éxitos cinematográficos con orquesta, ya devenido en gran estrella internacional, en autorías propias con letras del gran Alfredo Le Pera.

Gardel sigue aquí y no solo los días como hoy, 24 de junio. Sigue aquí y no solo en las horas pares de radio Clarín y presentado por el clásico y adorable estilo del locutor Derly Martínez. Sigue aquí porque en un mundo tan duro, contradictorio e injusto, necesitamos milagros y anhelamos belleza en estado puro. Lo necesitamos y lo merecemos.

Y aquel gordito medio impresentable que se transformó en gran señor de smoking, aquel pésimo actor de cine y maravilloso autor de melodías, aquel cantor irrepetible sigue teniendo su lugar en nuestro dial, en nuestros oídos, digitalizado e internetizado, en nuestras emociones, dándole a nuestros días un poco más de armonía, y un peculiar diseño a nuestra huella de identidad como integrantes de los pueblos de ambas márgenes del Plata.
 
Foto: Ilustración de Carlos Gardel enviada por Enzo A. Lima Porley
 

Publicado originalmente en el semanario Brecha, viernes 24 de junio de 2011. En EnPerspectiva.net apareció primero en la sección
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