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Los "antisiomitas"

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Por Rafael Porzecanski ///

Permítanme presentarles a Alejandra. En medio de una discusión general sobre antisemitismo en un foro cibernético, Alejandra sostiene que para entender el extendido rechazo que despiertan los judíos hay que “investigar”, “leer el Antiguo Testamento si te da el estómago”. Alejandra, según nos cuenta, empezó su lectura muchas veces y tuvo que abandonarla porque la “embroncaba demasiado” y nos sugiere averiguar “quiénes eran los prestamistas de los Reyes para que hicieran la guerra”.

Alejandra continúa su diatriba sobre los judíos aclarando: “Pero yo no los odio… eso es pura invención [de los judíos] para convencernos de que son unos pobres perseguidos. Los que sí me causan una profunda repugnancia son los sionistas… No tengo absolutamente nada contra los judíos, ni contra los católicos ni contra los budistas ni contra los que profesan ninguna religión ni contra ningún pueblo… Y a los sionistas sigo rechazándolos con todo mi ser. No me ocupo de ellos porque jamás podría tener un amigo, ni siquiera un compañero sionista”. Las frases entrecomilladas fueron publicadas en una red social y pertenecen a una persona verídica de nacionalidad uruguaya. Solo el nombre de quien las firmó ha sido cambiado.

A lo largo de los años, me he topado con muchas Alejandras y Alejandros, tanto cara a cara como en una multiplicidad de espacios virtuales donde a los uruguayos se nos permite decir lo que se nos antoje sin importar si roza o no la incitación al odio. En Uruguay, Alejandras y Alejandros representan un fenómeno mucho más extendido que el del antisemita radical con un poster de Adolf Hitler en su dormitorio. Podríamos bautizar a Alejandras y Alejandros como “antisiomitas”, como los hijos de un particular matrimonio entre el antisemitismo y el antisionismo.

Observado desde una perspectiva estrictamente conceptual, sería un grave error equiparar el rechazo al sionismo con el odio a los judíos. Como muchos otros proyectos políticos, el sionismo está cargado de polémica y contradicciones. Originariamente surgido en Europa a fines del siglo XIX como movimiento destinado a la creación de un Estado judío y plasmado en los hechos con la fundación del Estado de Israel en 1948, el sionismo ha encontrado siempre detractores y aliados por una variedad de razones.

Si bien una resolución de la ONU en 1947 contempló la partición de Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe, lejos estuvo esa declaración de transformarse en una solución satisfactoria. Aunque los israelíes aceptaron esa resolución, el grueso del mundo árabe desconoció la legitimidad del Estado judío, acusándolo de haberse instalado en una tierra que desde hacía siglos era mayormente habitada por población árabe.

En su esencia, pues, el antisionismo nace como una posición política que cuestiona tanto la partición de Palestina en dos estados como la existencia de un estado judío en dicha tierra. Con el correr de las décadas, el antisionismo izaría muchas otras banderas relacionadas al conflicto judeo-palestino como ser el derecho de retorno de los refugiados (familias árabes que durante el proceso de fundación del estado de Israel fueron en su mayoría forzadas a abandonar dicho estado) o la evacuación por parte de Israel de territorios palestinos ocupados desde de la Guerra de los Seis Días en 1967.

Sin embargo, no deberíamos perder de vista que el leitmotiv del antisionismo no es el combate de los eventuales excesos y crímenes cometidos por el Estado de Israel desde su fundación hasta la fecha en el marco del conflicto judeo-palestino, sino la existencia misma del Estado de Israel, entendida como organización política sostenida sobre la base de una mayoría demográfica y política judía.

Por otro lado, aunque el antisionismo nace al interior del mundo árabe, con el paso del tiempo fue extendiéndose a otros ámbitos y organizaciones de la más diversa índole. Así, a la inicial cruzada antisionista árabe se sumarían más tarde la Unión Soviética (que inicialmente había aprobado la partición de Palestina) y sus países aliados, una variedad de países islámicos no árabes (tales como Irán y Pakistán) y varios estados africanos nucleados en la Organización para la Unidad Africana (hoy llamada Unión Africana).

En cuanto al antisionismo y su repercusión en el mundo occidental específicamente se ha dado un fenómeno curioso. Mientras los movimientos portadores de un antisemitismo visceral en Occidente han estado generalmente ubicados en la extrema derecha del espectro político, en el caso del antisionismo sus principales portavoces pertenecen a sectores netamente emparentados con ideologías de izquierda. Estos sectores han interpretado al sionismo como una variante más de colonialismo y prepotencia occidental sobre otros pueblos y culturas.

En Uruguay, por ejemplo, las contadas muestras históricas de antisemitismo en el ámbito sociopolítico han provenido de grupúsculos de extrema derecha como Tradición, Familia y Propiedad y de unos pocos dirigentes de las alas más conservadoras del Partido Nacional (principalmente) y el Partido Colorado. Entretanto, las manifestaciones de antisionismo (mucho más frecuentes en tiempos recientes) han tenido en organizaciones de izquierda como la FEUU, Unidad Popular o el PIT-CNT a sus más activos representantes.

Las precisiones anteriores dejan en claro que antisionismo y antisemitismo son fenómenos sociales con orígenes, significados e implicancias netamente diferentes. El problema, sin embargo, es que los antisionistas occidentales no han nacido en el vacío sino en sociedades permeadas de un antisemitismo de larguísima data que, como mínimo, se remonta a la Inquisición. Ese antisemitismo no cristaliza siempre en hechos violentos, pero sin dudas está con nosotros, flotando en el aire con su veneno.

De este particular entramado social es que justamente nacen las Alejandras y los Alejandros. Ellos, en lugar de centrarse en una crítica argumentada al sionismo, optan por vociferar su odio por los sionistas (como dice Alejandra, “jamás podría tener un amigo, ni siquiera un compañero sionista”). Ellos, en lugar de cuestionar con sólida evidencia la legitimidad del Estado de Israel, se remontan a los tiempos bíblicos para referirse a los judíos como rapaces prestamistas. Ellos minimizan incluso el Holocausto (y más aún a los muertos del bando judío por causa del conflicto de Medio Oriente) y solo tienen lágrimas solidarias con el sufrimiento palestino.

Alejandras y Alejandros, por desgracia, solo agregan complejidad a la relación de las diásporas judías con sus sociedades de referencia y muy poco colaboran para que exista un genuino debate sobre Medio Oriente basado en dosis mínimas de respeto y en un necesario esfuerzo por situarse en la piel del otro. No importa que los “antisiomitas” como Alejandra nos aclaren en algún momento que en realidad "no odian" a los judíos. Sí importa, en cambio, todo el antisemitismo que destilan sus palabras escritas antes y después de esa inútil aclaración, que recuerda a la de los antisemitas que suelen cerrar sus arengas judeófobas con un “¡Pero yo tengo un amigo judío!”.

No todos los opositores al sionismo, por suerte, son como Alejandra. Hay, por ejemplo, muchos hombres y mujeres que rechazan visceralmente la judeofobia y que al mismo tiempo están convencidos que la mejor solución política para Medio Oriente es la fundación de un Estado laico común para judíos y árabes en la totalidad del territorio que hoy abarcan el Estado de Israel y la Autoridad Palestina. Sin embargo, basta pasear brevemente por la multiplicidad de foros locales para comprobar que, al menos en nuestra aldea, antisionismo y antisemitismo caminan frecuentemente tomados de la mano.

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Sobre el autor
Rafael Porzecanski es sociólogo, magíster por la Universidad de California, Los Angeles, consultor independiente en investigación social y de mercado, jugador profesional de póker y colaborador de EnPerspectiva.net.

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