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New York (iii): Los asombros

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Pero más allá de lo obvio, vienen otras maravillas cuyo impacto jamás imaginé: el edificio Flatiron -ese finito y antiguo, en forma de prisma que aparece en tantas películas- enclavado en un lugar espectacular de la ciudad, el Bryant Park, un pequeño y encantador parque ubicado en el cruce de la Quinta Avenida y la 42, La Grand Central Station, una estación de ferrocarril señorial y hermosísima, la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida con sus dos espléndidas salas de lectura en el último piso, los “barrios bajos”, Greenwich Village y SoHo, donde los rascacielos dejan su lugar a casas elegantes y edificios de cuatro o cinco pisos con sus escalones de mármol a la entrada y las escaleras de incendio bajando por sus fachadas, balcón a balcón.

(Ya casi estoy feliz de la vida, falta poco…¿qué más pudo decir?)

Viene a la cabeza también la tarde en que cruzamos en el enorme Ferry gratuito a Staten Island e hicimos los 25 minutos del recorrido de regreso a Manhattan ya en la noche cerrada, presenciando, en los diez minutos previos a llegar al puerto, la vista de la punta de la isla, donde su ubica el distrito financiero de Wall Street, con su masa de rascacielos iluminados a pleno, fantasmal, deliciosa; edificios inmensos que parecen surgir desde el propio fondo del mar, me dejo acariciar por los copos de nieve de una tarde imborrable en Washington Square, con su arco y sus canteros poblados de ardillas.

Pero hay más: el cruce de razas, los taxis amarillos por doquier, la oferta comercial y gastronómica auténticamente increíble en todos los rubros imaginables, la buena onda -en general- de la gente y esa sensación imposible de describir de no estar mirando una película de Manhattan sino de estar auténticamente sumergido en la isla, latiendo con su pulso, vibrando con su vértigo, moviéndote al ritmo de esa máquina imperfecta que funciona a la perfección; sumergido en semejante belleza, porque no es otra cosa que belleza lo que New York regala a cada paso, borrando de un plumazo todas las tonterías y lugares comunes que hemos escuchado durante décadas previamente a viajar: “en Nueva York los edificios no dejan ver el sol, el ambiente es peligroso, es una ciudad sucia y cara”. Bien: el sol te acaricia por todos lados, es la ciudad más segura que he conocido, es limpia y ordenada y en general los precios de, por ejemplo, ropa y productos electrónicos, son la mitad -o menos- que en Montevideo.

New York provoca adicción decía en mi nota anterior. Pero también a mí me provoca amor. Sí, amor por los holandeses que fundaron la ciudad, amor por los pibes que en cierta cadena de comida rápida pero saludable te sirven unas baguettes deliciosas con generosas fetas de fiambre; amor por los que suben a escena en Broadway y te dan un arte asombroso, amor por los arquitectos que crearon el Flatiron, el Chrysler Building, la Grand Central Station; amor por el piloto de la aerolínea chilena que me depositó sin el menor contratiempo en el JFK…

(Ya estoy bien del todo…)

Y amor, en definitiva, también por el piloto de la aerolínea que nos llevará de regreso. Porque las fiestas terminan melancólicamente. Pero yo me muero por ser invitado de nuevo a la fiesta de New York. Y así será.

***

Ver también…
Urquiza esq. Abbey Road: New York (i): Los musicales
Urquiza esq. Abbey Road: New York (ii): Los recitales

Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

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