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Pensar en las "cabecitas"

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Por Rafael Porzecanski ///

Estuviste internado en el INAU por tres rapiñas. Se ve que la internación no te sirvió para nada. ¿Por qué lo hiciste?
Lo hice por la cabecita que tenemos.

Este diálogo, según consigna el diario El País, ocurrió entre la fiscal Nancy Hagopian y un menor procesado por una rapiña. En su sencillez, la respuesta del joven infractor toca un punto neurálgico vinculado al imparable incremento del crimen violento en nuestro país y que, entre otros males, ya bordea la frecuencia de un homicidio cada 24 horas.

Es indiscutible que toda política de seguridad debería apostar a la eficacia preventiva y represiva en los aspectos estrictamente policiales y jurídicos del problema. La creciente sustitución del dinero por otros medios de pago, la ampliación de la videovigilancia en las calles y espacios públicos, la adecuación del Código Penal a los tiempos que corren o la mejora de la respuesta policial ante denuncias de eventuales delitos son todos ejemplos que pertenecen a esta clase de aspectos.

Sospecho, sin embargo, que un enfoque de la seguridad que se agote en esta clase de temas técnicos no culminará de resolver el problema más grave que enfrentamos los uruguayos igual que muchas otras sociedades latinoamericanas: la consolidación de una subcultura marginal –primordialmente urbana– para la cual delinquir con extrema violencia constituye un modo de vida firmemente instalado en las “cabecitas” de sus portadores.

Esas particulares “cabecitas” no nacen de un día para el otro ni vienen de la nada; como bien reza un grafiti capitalino “nadie nace pibe chorro”. Las “cabecitas”, al contrario, son la respuesta a procesos de largo plazo en el que la adopción de un modo de vivir y de ser radicalmente diferente al de una sociedad civilizada va ganando terreno gracias a la triple combinación de entornos familiares y barriales nocivos y un Estado que brilla por su ausencia o por su ineficacia al proveer servicios y bienes culturales estratégicos. Al mismo tiempo, una vez que tenemos a esas “cabecitas” junto a nosotros, difícilmente se desterrarán apelando a bajas de imputabilidad, guardias republicanas multiplicadas o una típica paliza aleccionadora por parte de algún funcionario del INAU.

Cuando Tabaré Vázquez asumió su segunda presidencia anunció que sería duro con los delincuentes pero aún más duro con las causas del delito. Al cabo de más de un año de gestión, da la impresión que este Gobierno tiene mayores intenciones de cumplir con la primera parte del libreto que con la segunda.

Habiendo ya concluido rotundamente que el crimen y la pobreza pueden perfectamente evolucionar en direcciones opuestas (como lo atestigua la última década donde el primero se incrementó y la segunda descendió sostenidamente), el deber del Estado es apostar a una batería de políticas sociales que combatan la marginalidad cultural y no simplemente procuren que las familias pauperizadas tengan más dinero en sus bolsillos.

Hay al menos dos grandes ejes de política social donde tanto este Gobierno como las administraciones frenteamplistas anteriores han fallado estrepitosamente, generándose así el saldo de un país más próspero económicamente pero también más fragmentado en el plano sociocultural. El primero y más obvio fracaso es la educación secundaria. La actual gestión, incluso, quizás sea la más lamentable de todas, si tomamos en cuenta su promesa inicial de cambiar el ADN de la educación y la comparamos con su resultado parcial: la renuncia forzada del estratega inicialmente designado para dirigir este cambio (el ex subsecretario de Educación Fernando Filgueira) y la complacencia con un statu quo que sostiene un sistema de baja calidad y donde quienes más lo necesitan aprenden mucho menos y desertan mucho más.

El segundo problema es la preservación de altos niveles de segregación espacial, consolidados en auténticos guetos urbanos. Desde hace larga data, asistimos a un Estado incapaz de atemperar los efectos socioespaciales que la desigualdad de clases conlleva, con políticas de vivienda que favorezcan la integración de diversos sectores sociales en similares zonas geográficas. En su lugar, los uruguayos y particularmente los montevideanos nos hemos habituado a las “zonas rojas”, esas tierras de nadie donde florecen el narcotráfico y los sicarios, las familias monoparentales (o mejor dicho monomaternales), los embarazos adolescentes, las peores escuelas y liceos (dentro de un sistema ya de por sí obsoleto) y las pandillas juveniles “tomando vino y de la cabeza” como ellas mismas cantan cuando alientan a sus equipos de fútbol. Como ya he dicho en otra oportunidad, desterrar los guetos urbanos donde la marginalidad es norma y la normalidad está al margen ya no es solo una obligación ética sino una medida básica de supervivencia social.

Una vez que la fábrica de la marginalidad ya ha parido miles de personas dispuestas a morir o matar por unos pocos pesos, las perspectivas se vuelven sombrías y las soluciones por demás complejas. Una vez que las “cabecitas” están junto a nosotros, apostar a transformarlas en espíritus de ciudadanos civilizados es casi una utopía, más aún si tenemos en cuenta los gigantescos agujeros de nuestras políticas de rehabilitación en cárceles y hogares de menores infractores y las escasas alternativas ofrecidas a los delincuentes una vez que han cumplido su pena.

El combate de la marginalidad cultural y los factores estructurales que esconde detrás es una empresa que debe ser asumida de forma urgente por más que sus resultados solo se cosechen en el mediano o largo plazo. Para eso hace falta un diagnóstico preciso y sobre todo capacidad de mando, negociación y persuasión al tiempo de aplicar medidas que por diferentes razones pueden encontrar resistencias particularistas (como por ejemplo incentivar que los mejores profesores estén en los peores liceos). En este plano, pese a haber izado la bandera del “bienestar social” por sobre todas las otras, la izquierda uruguaya hasta ahora sigue faltando a la cita.

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Sobre el autor
Rafael Porzecanski es sociólogo, magíster por la Universidad de California, Los Angeles, consultor independiente en investigación social y de mercado, jugador profesional de póker y colaborador de EnPerspectiva.net.

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