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Urquiza esq. Abbey Road
Las casas y la música (I)

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Carlos, estudiante de Arquitectura, tenía una impresionante colección del semanario Marcha, la colección completa de la “Pinacoteca de los genios” de editorial Codex y una colección de discos luminosa, variada e invitante, que fue mi diversión y mi aula a la vez. Aún no habían llegado el primer beso y la primera cama compartida. Aún no habían llegado Los Beatles, Los Stones, Dylan o Eduardo Mateo, por los que me volvería loco, y entonces me tocó formarme, a un paso de aquella pequeñita valijita tocadiscos Phillips que sonaba a gloria, con un abanico de músicas maravillosas que abrieron mis oídos y mi cabeza.

También en eso saqué la lotería: otros pibes se forman con El Gucci o Rombai y no digo que eso esté mal; simplemente afirmo que me siento afortunado de que a mis diez o doce años mi primo me haya puesto en contacto con el gran João Gilberto y su Chega de saudade, con Vivaldi y su serie de conciertos barrocos L’estro armónico, con el inmenso Edmundo Rivero y sus discos de lunfardo, con Astor Piazzolla y su álbum Tango Moderno del Octeto Buenos Aires. Con otras grandiosas músicas brasileñas como los discos instrumentales del Zimbo Trío y del guitarrista Luiz Bonfá y con un montón de joyas del jazz, que era un género que él y muchos estudiantes de arquitectura de entonces amaban especialmente. Jazz de todas las épocas, desde el pionero Louis Armstrong -que mis viejos y mis tíos decían que cantaba mal y que yo descubrí que era uno de los mayores cantantes de todos los tiempos y de todas las músicas- en dos discos en dúo increíbles -uno con Bing Crosby y otro con Duke Ellington-, hasta el jazz moderno de Miles Davis en su impresionante Kind of Blue.

Carlos me convenció de que todos esos long plays, esos libros, esos periódicos, también eran míos. Creo que nunca encontraré una forma completa y coherente de agradecer tanta generosidad y tanta lucidez.

Pero la música no sólo habitaba en aquel altillo.

Mi tía tenía una parentela impresionante: cuatro hermanos y montón de sobrinos, y cada 31 de diciembre se hacía una pantagruélica comilona -y “bebelona”- en el enorme fondo, donde corrían el whisky y la cerveza hasta agotar stock y el pollo y el lechón, como todo bicho que camina, iban a parar de una al asador (o el horno de mi tía).

En determinado momento de la noche, acallados ya los fuegos artificiales y los deseos de buen año, los tíos y primos de mis primos, junto a mi padre y mi tío, se abrazaban en rueda en medio de aquel patio y armaban terrible “cantarola”, como se decía entonces. Una modalidad muy uruguaya que se encuentra, si no extinguida del todo, en franco proceso de extinción.

Los uruguayos de entonces amaban cantar en patota, cosa que ocurría no sólo el 31 de diciembre, sino en cualquier noche y en cualquier esquina de cualquier barrio. Un producto de una época más ingenua, donde los únicos asaltos eran unos bailes sorpresa que se armaban en las casas de familia, de aquellas que vivían con la puerta sin llave y con la hospitalidad como propósito esencial de la existencia familiar y la inserción en el barrio.

Se formaba entonces la rueda y, desde lo bajo, los niños veíamos a aquellos cuarentones ya panzones y de cachetes colorados por el alcohol, cantar a grito pelado tangos, boleros, fragmentos de zarzuela, canciones de añejos carnavales de la Troupe Ateniense y una curiosísima canción que jamás he escuchado en ninguna otra parte llamada “La Carcelera”, bien propia del “vino triste” que ataca tarde o temprano a todo borracho que se precie.

¡Ay si un viento viniera y secara la mar!
¡ay carcelera!, carcelera de mi corazón
tu serás la cadena y yo soy la prisión…

Cantaban esos versos oscuros con expresión reconcentrada, demostrando que detrás de toda fiesta existe una profunda tristeza y una pulsión irrefrenable por exorcizar dolores y pasos en falso.

La casa de 21 de Setiembre y Bonpland sigue de pie y habitada porque mi memoria así lo ha elegido, por más que los ojos vean ese edificio horrible que es una macabra broma de la arquitectura más mercantil. Y ya sé, sobradamente, que nunca se irán esos recuerdos empapados de música y sumergidos en el aroma a vainilla y crema doble de Cante Grill, capaces de sobrevivir a cualquier demolición, incluidas las que opera el tiempo, ese tirano indoblegable.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

Video: VinylToVideo

Video: Overjazz Records

Video: St. Petersburg Rimsky-Korsakov State Conservatory

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