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Urquiza esq. Abbey Road
Las casas y la música (II)

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Por Eduardo Rivero ///

La casa todavía existe, aunque abandonada y seguramente en espera de su demolición. Es una casa de altos de principios del siglo XX, con sus típicas ventanas con postigones y balconcitos a la calle, una enorme escalera al frente, revestida a ambos lados de hermosísimos azulejos, que tras varias decenas de escalones de mármol desembocaba en un enorme living.

La casa era de mi madrina, Jenny Khoury, sus padres y hermanos, y está ubicada en Gonzalo Ramírez casi Joaquín de Salterain, en la última cuadra antes de llegar al extremo del Parque Rodó. La puerta de calle tenía uno de aquellos llamadores de bronce en forma de mano, de esos que hoy se venden en los remates a precio de oro y que ya no adornan ninguna fachada.

El living –y el resto de la casa– estaba equipado con muebles antiguos y decadentes. Un enorme sofá color habano con polvorientos almohadones de plumas mullidos como no he conocido otros, una colosal maceta de cerámica verde sobre un pedestal conteniendo una frondosa planta de helechos y el principal atractivo: un piano vertical negrísimo y lustroso. El comedor diario tenía una gigantesca mesa y un aparador haciendo juego, también antiquísimos. Seguía, hacia el fondo, un “estar” –como se decía entonces– con un juego de mesa y sillas destartalado, que terminaba en una salida a un minúsculo balconcito que colgaba sobre un inmenso techo de chapas de zinc y que ofrecía una cercana y hermosa vista de la arboleda del Parque Rodó. Los dormitorios, con sus techos altísimos, estaban siempre en penumbras y olían a humedad y encierro. El baño era gigantesco y tenía una bañera de porcelana con pies de bronce típica de una era anterior a mis recuerdos. Había un largo y oscuro pasaje entre el living delantero y el “estar” trasero que se utilizaba de desván y estaba lleno de objetos en desuso, tan repleto y lúgubre que yo jamás me aventuraba a su interior, presa de un infantil terror absolutamente ingobernable.

Cada tarde, tras llevar a mi padre a su consultorio odontológico, íbamos con mi madre y mi hermano a pasar un par de horas en esa casa, donde mi madre conversaba con mi madrina y sus hermanos, amigos desde la infancia, y mi hermano y yo tirábamos miguitas a las palomas que etéreamente se posaban sobre el techo de zinc del vecino de abajo o hacíamos dibujos en cualquier pedazo de papel. Hasta que yo descubrí que el piano sonaba –¡y cómo!– y que mis dedos en las teclas podían provocar cascaditas encantadoras en las notas agudas o sonoras tormentas en las notas graves. Ya no hubo ni miguitas ni dibujos que llamasen mi atención.

En esa casa mi padre, recién llegado de Paysandú, conoció a mi madre, recién llegada de Italia. En esa casa se desarrolló una historia típica de un Montevideo de aluvión, donde se instalaban en asombrosas cantidades familias españolas, italianas o –como en el caso de los Khoury– libanesas , pero también armenias o judías, entre muchos otros orígenes. Los Khoury tenían siete hijos; los mayores nacidos en Líbano y los menores –como en el caso de mi madrina– nacidos en Río de Janeiro, donde habían vivido antes de recalar en Montevideo. Eran cinco mujeres y dos varones: Victoria, Leonor, María, Rita, Jenny, Antonio y Víctor. La amistad profunda de mi madre con Rita y Jenny provocó que ésta fuera mi madrina y que se produjera esa cita diaria, casi sin falta, a la hora de la siesta en Gonzalo Ramírez y Salterain.

Todos los Khoury tenían algo de sobrepeso y una “cara de turco” que impresionaba, con sus narices aguileñas y sus marcadas ojeras. Pero tenían algo más: un fenomenal talento para la música. Víctor, el hijo menor, era un tremendo pianista. Antonio, su obeso hermano mayor, fue el primer gran guitarrista que conocí de cerca en mi vida. Los sábados de tardecita, bien a la usanza de una época si no mejor al menos más ingenua y plácida, armaban flor de cantata –y también “tocata”– en el living, alrededor del piano, convocando también a amigos y vecinos. Pero el corazón de la música eran ellos siete. Víctor se sentaba al piano, Antonio dibujaba maravillas en su guitarra y las hermanas mujeres tocaban pandeiros, maracas, cencerros y cantaban con un oído envidiable. Eran amateurs de corazón con oficio de profesionales.

Los orígenes estaban en Líbano, pero su fantástico oído había sido el anzuelo perfecto para pescar grandes clásicos de Brasil –país que habían dejado y que llevaban en el corazón– y del resto de América, y algún que otro éxito de moda en aquella Montevideo de fines de los 50 y comienzos de los 60. La memoria viaja y viaja y la música suena, prístina, desde el fondo del tiempo. Todavía los escucho cantando Recuerdos de Ipacaraí, éxito de un cantante paraguayo, hoy olvidado, llamado Luis Alberto del Paraná:

Una noche tibia nos conocimos
junto al lago azul de Ipacaraí
tu cantabas triste por el camino
dulces melodías en guaraní…

 

Con particular gracia se colgaban de dos valses peruanos encantadores y de maravillosas letras que entonces interpretaba la gran Chabuca Granda, como Amarraditos y La flor de la canela.

Vamos amarraditos los dos
con sedas y terciopelo
yo con un recrujir de almidón
y tu serio y altanero.
La gente nos mira con envidia por la calle
murmuran las vecinas
los amigos y el alcalde…

…Jazmines en el pelo y rosas en la cara
airosa caminaba
la flor de la canela
derramaba lisura y a su paso dejaba
aromas de mistura que en el pecho llevaba…

No faltaba la icónica y bellísima canción venezolana Alma llanera:

Yo nací en la ribera del Arauca vibrador
soy hermano de la espuma
de las garzas y las rosas
y del sol
y del sol…

 

A pesar de que con los años renegaría de todas esas canciones –que hoy he vuelto a amar, claro– allí aprendí a adorar las "rancheras" mexicanas, como Ella, del gran José Alfredo Jiménez:

Ella quiso quedarse
cuando vio mi tristeza
pero ya estaba escrito
que aquella noche perdiera su amor…

 

Antonio, con su guitarra, hacía una conmovedora versión solista del bellísimo vals Pequeña entonces éxito del cantante Enrique Dumas:

Pequeña, te digo pequeña
te llamo pequeña con toda mi voz.
Mi sueño que tanto te sueña
te llama, pequeña, con esta canción…

 

Y sobre el final de la reunión, aparecía Brasil con los Khoury interpretando en su perfecto portugués carioca grandes clásicos, como Marchinha do grande galo, Aquarela do Brasil de Ary Barroso o Iracema, fenomenal éxito radial de aquel momento, grabado por el Trío Irakitán.
.

Um galo de noite cantó
toda gente quis ver
o que aconteceu.
Co co co co co co ró
o galo tem saudade da galhina carijó…

Brasil, meu Brasil brasileiro
meu mulato inzoneiro
vou cantar-te nos meus versos…

E hoje, ela vivi lá no céu
e ella vive bem juntinho de nosso senhor…

Mi nostalgia por la casa de Gonzalo Ramirez, se une con las nostalgias de cosas que no viví pero que igualmente habitan y pesan en mi corazón. La nostalgia por la barra del Parque Rodó de mis viejos que no integré, su juventud que no conocí, los bailes en el Parque Hotel a los que nunca fui. El Uruguay de las vacas gordas, el Estado de bienestar comandado por Luis Batlle Berres que no disfruté y el equipo campeón en Maracaná al que nunca vi jugar. Así tiren abajo la casa en breve, los Khoury seguirán allí cantando para mí. Afinados, talentosos y felices.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

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