Editorial

Crimen y castigo

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Pocas cosas hay más delicadas que reaccionar ante crímenes horrendos, cuya naturaleza oscura y abyecta petrifica, aturde como un golpe en la sien, sobrecoge. Es difícil conciliar el silencio del respeto y los alaridos de la repugnancia, es difícil el dolor ajeno, inimaginable, y es difícil el espanto propio, que navega en el agua embravecida de la furia.

La furia. Furia que provoca el asesinato de niños, de dos niñas en pocos días, asesinatos que demuelen, que hacen estallar la desesperación y enfrían la carne. Y atrás de la furia llegan la indignación y las protestas, los reproches a quienes habrían podido hacer más, o antes. Y llegan también los números: que cuántos niños fueron asesinados en los últimos años, que cuántos de cada sexo, que de cuántos de ellos se abusó antes de matarlos, para pasar después a los corolarios de esa contabilidad, que distribuyen méritos y vergüenzas, parcialidad e incoherencia, cuando no sugieren anteojeras militantes y quizá hasta intereses espurios: quién se movilizó en su momento por aquellos niños, quién se acuerda de tantos otros asesinatos infames, y por qué ahora el llanto rasga así las vestiduras. Una niña, dos niñas mueren horriblemente, y todo el mundo parece tener cuentas para cobrar, todo el mundo parece tener cuentas que rendir.

Y allí, agazapada en medio de la tristeza y los gritos, viborea la pena de muerte, siempre lista, siempre al alcance de la mano como si de un calmante se tratara. Matar a quien mata, o mejor aún: entregarlo al pueblo, como dijo alguien, para que el pueblo lo devore y pueda digerir el mal. ¿Y por qué no su cabeza en una pica, ya que estamos? ¿O rehabilitar las ordalías, puesto que la justicia no hace nada, o hace poco, mal y tarde? No hay justicia, apenas un poder judicial, una administración timorata, proverbialmente laxista, que se ocupa, entre otros detalles, de las garantías. Qué garantías ni qué cuernos, si todos sabemos lo que los asesinos de niños merecen, si tan sólo se nos permitiera dárselos.

Para pensar esas cosas, subido a la carreta que lleva las guadañas, está el populismo punitivo. Tanto da si resuelve algo, tanto da si repara o previene, su voz ronca no se priva de hablar, como buen ventrílocuo, por boca de un senador que pide estudiar la adopción de la cadena perpetua, o de una senadora que reclama la castración química, tal vez dejando la castración quirúrgica para la próxima. En tanto, otro senador recuerda que ya presentó, por dos veces, un proyecto para crear un registro de violadores y acosadores que hayan atentado contra la “integridad sexual” de menores, de manera de hacer pública una suerte de lista de monstruos para que todo buen ciudadano pueda, como mínimo, escupirlos.

Son enfermos, sentencian a su vez personas que aducen credenciales para ello. Y hay quienes lo dan por bueno, tanta es la necesidad de una explicación. Lo abominable tiene que tener alguna raíz, no puede ser arbitrario, es indispensable que no sea porque sí. La patología es para eso un buen auxilio, se parece bastante a la fatalidad, nos pone al abrigo de toda responsabilidad, permite sacar de circulación a esos sujetos, quizá definitivamente, y nos tranquiliza un poco, porque al fin y al cabo nosotros somos sanos.

Eliminar a la bestia, extirparla, suprimirla con fiereza y así resarcirnos, además de limpiarnos. Eso, tan simple, es lo que hace falta. Cuando todas las bestias hayan sido destrozadas al fin, ya no ocurrirán horrores semejantes. Habremos quedado entre nosotros, que por cierto no somos bestias ni las parimos, que no somos enfermos atrapados en espirales de pulsiones malsanas ni gente peligrosa, que nada tenemos que ver con la inmundicia que habitaba en nuestra casa sin que lo supiéramos, que somos insospechables de haber contribuido a la corrosión que produjo deformidades aberrantes. Entonces podremos dormir tranquilos. Hasta que un buen día, ingenuos de nosotros, volvamos a despertarnos sudando.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 27.11.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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