Editorial

Democracias partidas

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Por Fernanda Boidi ///

En Argentina, todos serán un poco peronistas, pero en el mundo político (y en el de los medios, y hasta en lo social) está claro que hay un “bando” K y uno anti-K. Y el país está partido en mitades similares entre uno y otro.

En Estados Unidos, el muy poco ortodoxo Donald Trump ganó las elecciones con la mayoría de los votos electorales, mientras que su contendiente, Hillary Clinton, ganó el voto popular. Allí también, al menos entre los que votaron, las aguas están divididas en un escenario de creciente polarización, que empezó su escalada bastante antes de las elecciones de 2016 pero claramente se exacerbó tras ellas.

Aunque hay otros, estos son dos claros ejemplos en la región de sistemas divididos en dos bloques muchas veces antagónicos; son ejemplos de democracias partidas. Polarización, bloqueos legislativos, políticas ambiciosas que naufragan o que rápidamente deben ser sometidas a contramarchas, y conflictos entre los tres poderes del Estado son la tónica, pero también la pista de que aún se trata de democracias; divididas, sí, y con problemas, pero democracias al fin.

En la región, no obstante, hay otra clase de “democracias partidas”, ya no en tanto divididas -aunque así comenzó su declive- sino simplemente rotas. A mi juicio, que es compartido por muchos otros observadores, ya no hay dudas de que Venezuela no puede ser considerada una democracia. Quienes hace décadas ostentan el poder primero se burlaron de la oposición a la que legítimamente habían “aplastado” en las urnas llamándolos “escuálidos”, luego los censuraron, después los acosaron, golpearon y encarcelaron. En el camino, promovieron por todos los medios al alcance la división de los ciudadanos con un discurso maniqueo y simplista, mientras vaciaban las arcas del Estado, destrozaban la economía interna y desmantelaban la institucionalidad democrática, o lo que iba quedando de ella.

Este pasado fin de semana se celebraron las elecciones presidenciales en Ecuador, con un gobierno que es otro ejemplo de la “nueva izquierda” latinoamericana devenida en populismo en declive. Un país que es otro ejemplo de democracia partida, con mitades casi exactamente iguales: una de ellas apoyando el proyecto correísta, y la otra tras cualquier propuesta que implique apartarse de él. Una democracia “partida” en tanto dividida, bajo riesgo de volverse una democracia rota.

En mi primera visita a Quito, un querido lugareño me llevó al centro histórico y me mostró la Plaza de la Independencia, frente a la casa de gobierno, describiendo el lugar como “dónde venimos a tirar a los presidentes”. Resumía, de este modo, décadas de democracia precaria, o por momentos inexistente, de corrupción, de presidencias bizarras y mandatos interrumpidos, y de la única salida posible ante los ojos de los ecuatorianos para recuperar su soberanía: marchas para derrocar al tirano.

Con la llegada de Rafael Correa al poder, soplaron vientos de cambio. Hubo crecimiento, se promovió la inclusión y los indicadores democráticos de Ecuador en principio se fortalecieron, y lo hicieron marcadamente. Luego de muchos años, los ciudadanos estaban conformes con la marcha de las cosas, y empezaban a mostrar signos de satisfacción con el modo en que la democracia y sus instituciones funcionaban en su país. Pero, al mismo tiempo, se volvían menos tolerantes de los que pensaban distinto. Una historia que parece repetirse…

Y esa intolerancia ha sido, sin duda, fomentada por el gobierno, empeñado en demostrar a toda costa que la única lectura posible era la oficial, llegando al punto de perseguir y censurar a la oposición política, mediática y académica en una ridícula cruzada que le valió la degradación de su categoría democrática según estándares internacionales.

Paradójicamente, tal vez el mayor legado del gobierno de Correa sea el que hoy se le vuelve en su contra: en la lucha por la inclusión y la expansión de los derechos empoderó a los ciudadanos, que hoy se paran en la Plaza de la Independencia no a decirle que se vaya, sino a exigirle a él y al Consejo Nacional Electoral que respeten la institucionalidad y garanticen la transparencia del proceso electoral y la limpieza de los resultados… Puede tratarse de la misma vieja medida, pero vaya si el contenido y el espíritu es otro. Ojalá esto sea indicador de que estamos ante otra democracia partida, pero no rota.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, miércoles 22.02.2015, hora 08.05

Sobre la autora
Fernanda Boidi es doctora en Ciencia Política por la Vanderbilt University, EEUU, directora de Insights Research & Consulting y coordinadora regional para el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP). Integra de La Mesa de Politólogos de En Perspectiva.

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