Días de coronavirus

Dos gardenias

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Por Helena Corbellini ///

Hola, amigos En Perspectiva. Soy Helena Corbellini, escritora, autora de La vida brava y de otros libros. Soy montevideana, aunque hace ya un año que vivo en un pueblo catalán de la Costa Brava, que se llama Sant Feliú de Guíxols. Es un pueblo que tiene el tamaño y los gestos de Colonia del Sacramento, donde viví 15 años, y donde fui profesora en el Centro Regional de allí. En aquel entonces era madre de dos adolescentes. Ahora soy abuela de una pequeña suiza.

La vida nos arroja a un lado y otro del mundo, en busca de oportunidades, o tal vez, simplemente en busca de.

La vida me ha dado un sinfín de privilegios, uno ha sido vivir junto al Río de la Plata y ahora, otro, vivir junto al mar Mediterráneo. No me canso nunca de mirar su azul profundo, y cuando camino con mi perra hacia lo alto de la ermita de Sant Elm, me admiro de cómo rompen las olas contra los acantilados. En verano y en otoño, siento la fascinación de meterme en estas aguas, con toda su sal, con toda su mitología.

En estos tiempos de pandemia, solamente puedo caminar por el paseo paralelo a la playa dos veces al día. Me hago la distraída: suelto la correa, Lei baja a la arena y corre por la playa solitaria, espanta a las gaviotas, escarba en la reseca. Esta salida sucede porque la tengo a ella, sino nadie puede salir, excepto para aprovisionarse de víveres o de medicamentos. La playa y las plazas han sido precintadas. Los niños han desaparecido. España es ahora un país de pueblos fantasmas y ciudades fantasmas y rutas y calles fantasmas que los patrulleros recorren con un parlante que grita que no se puede salir. Por aquí, los jabalíes han bajado de la montaña y recorren las calles durante la noche. Por el día, oigo con claridad el graznido de las gaviotas y al salir a la calle, el ruido del mar. La gran maravilla de la detención de la actividad humana es que la naturaleza ha vuelto por sus fueros. Eso sí que me gustaría que siguiera sucediendo: cruzarme con los jabalíes, con los erizos, oír el mar y no los motores. Andar a pie, como los romanos, andar a caballo, como los gauchos, andar en bici, como mi amiga Inés.

Se me pidió que hablase durante cuatro minutos. Temo aburrirlos. Si quieren seguir escuchando cómo es la vida de una uruguaya de 61 años, profesora jubilada, confinada en un pueblo marítimo, sigo. Mi amigo Rodolfo tiene un dicho que lo aprendió de la difunta Chela, del Cabo Polonio, que dice así: “Gustos son gustos, decía una vieja y tomaba leche en un plato”. Recién me interrumpió la llamada de una amiga de los perros, una argentina que vive aquí. Es traductora del inglés y budista. Llama para saber si estamos bien. Sí, qué suerte, y así funciona cada día: cadenas de llamadas, mensajitos, fotos para saber cómo vamos.

Comprobar que estamos vivos, comprobar que estamos sanos. E incluso, hoy, alegres. Porque llevamos dos días con menos muertos y también porque la primavera está aquí. Tengo mi balcón soleado y florecido con hiedras blancas y rojas, tengo menta, lavanda, perejil, romero, una lima, una adelfa y una gardenia, que es como llaman aquí al jazmín y solo cuando me explicaron que el jazmín era la gardenia entendí el bolero. La riego, acaricio sus hojas y le canto suavecito: “Dos gardenias para ti”. Sus pimpollos blancos abrirán para Sant Joan.

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Emitido en el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva, miércoles 08.04.2020

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Foto: Dos gardenias. Crédito: Flickr

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