Días de coronavirus

Fase 1: El Castillo de Montgrí

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Por Helena Corbellini ///

Hola, amigos En Perspectiva, soy Helena Corbellini y si gustan oír, les contaré aventuras de la Fase 1 de la desescalada en España. Estuvimos 65 días encerrados, los cuento en el almanaque como las incisiones que marcaba con su cuchillo Robinson Crusoe sobre la cruz de madera para no perder la noción del tiempo. Siento admiración por la paciencia que demostró este pueblo y desprecio por sus políticos. El pobre Pedro Sánchez suda cada vez que prorroga el estado de alarma. Acá los políticos desconocen la idea del bien público, Artigas hablando de la pública felicidad para ellos sería un hippie bajo los efectos de la marihuana.

Pese a tanta indecencia política, ahora andamos en público y suficientemente felices porque pisamos calles, plazas, arena, bosques y saludamos a los vecinos con la cabeza para no salivar la mascarilla. A un amigo le das un abrazo en el aire, hola, qué alegría, cómo estáis. Personalmente, alcancé el éxtasis el primer día fase 1, cuando encendí el motor del coche y salí a la carretera. Qué increíble, ir por la autopista y el mundo seguía, más allá de mi balcón. Conduje hacia el norte hasta el pueblo Torroella de Montgrí. Y allí en la cima de una montaña está el Castillo. Son dos montañas unidas, y la gente imagina un obispo acostado, con las manos cruzadas sobre la barriga donde se destaca su anillo episcopal. Esa figura es el castillo.

Mi perra y yo estábamos eufóricas trepando por el sendero pedregoso, escuchando el piar desordenado de los pájaros, aspirando el aire que huele a retamas, las amapolas silvestres, la marcela, mi marido se demoraba a juntar tomillo. Era media mañana, pero el sol ya pegaba fuerte. Nos sentamos en una planicie. Desde lo alto aspiré el mundo, tan ancho y nunca ajeno: los campos labrados del Empordà atravesados por el río Ter, el tintinear de los cencerros de un rebaño de cien cabras, terrenos anegados de los arrozales y la iglesia de Sant Genís asomando entre los techos del pueblo. Al girar la cabeza hacia mi izquierda, veía brillar el Mediterráneo y hacia el otro extremo, las cumbres nevadas de los Pirineos. “Qué bien se está aquí”. Fue un rato de eternidad.

Reanudamos la marcha, pero las curvas empinadas continuaban y el castillo seguía lejos. Llegamos a unos refugios de pastores. “¿Habremos equivocado el camino? ¿Y si  volvemos?” Uf, detesto dejar algo sin terminar, pero a veces, lo inconcluso tiene sentido. Mientras bajábamos tratando de no resbalar, yo pensaba claro, no tenemos treinta años, hasta qué edad uno sube una montaña, ¿habrá una edad para no subir?

Ya era el mediodía cuando pisamos el pueblo y nos metimos por sus callejuelas medievales. Entré a la iglesia gótica y respiré su religiosidad de ocho siglos. En la plazoleta, mi perra bebió de una de esas fuentes donde antes la gente recogía el agua para sus hogares. Me gusta Torroella, no es turística y tiene orgullo. En la plaza Mayor había dos puestos de frutas y uno de quesos. “¿Y si tomamos una cerveza?” “Dale”. Encontramos dos bares abiertos saliendo del pueblo: uno con gente, el otro vacío. Fuimos al vacío y nos sentamos en una mesa en la vereda. Yo le pasaba alcohol a todo lo que tocaba. Adentro, estaba precintado el mostrador. El patrón acudió, “dos cañas, por favor”. Nos trajo un platillo de olivas para acompañar, rellenas de morrón, sabrosas. “No tengo nada más para comer”, explicó, “recién abrimos y todavía no sabemos qué pasará con los clientes. Cuando decretaron el confinamiento, tenía dos barriles enteros de cerveza que tuve que tirar”. Su mujer, un poco más lejos, tejía y nos observaba de reojo. “Salud”: aquellas cervezas tenían sabor a libertad.

Helena Corbellini para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva.

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