Días de coronavirus

Gracias, Juan Cristóbal

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Por Claudio Invernizzi ///

Hace pocos días hice un consideración respecto a un libro diciendo que había sido el más importante en mi vida. No era la primera vez que la hacía, pero en esa oportunidad me corrí de la memoria confortable de un antiguo encandilamiento por la lectura e intenté hurgar en un yo de 18 años, sentado en un colchón de paja, con la vista recuperada hacía menos de una hora y leyendo el Juan Cristóbal de Romain Rolland.

Y no fue un acto nostálgico, no, aunque fuera domingo y lloviera mientras esto sucedía, sino una repentina y sinuosa necesidad.

Por aquel entonces junto a mi adolescencia venían -como suele suceder- un conjunto de inocencias, cierta felicidad porque me pronunciaba contra los déspotas y una mínima responsabilidad a la que, la verdad, le atribuía más ancho de espalda que la que el tiempo demostró que tenía.

Comenzaba el año 1975 cuando me llevaron preso. A lo largo de un mes fui bastante tozudamente torturado. Un día, imprevistamente, como sucedían todas las cosas en esos tiempos salvajes, me llevaron a un calabozo, me sacaron la capucha (ese paño mugriento que tanto enceguece al que se lo ponen como niega el humano rostro de la victima al que tortura) y me permitieron ducharme por primera vez. Luego me entregaron un bolso con ropa limpia que había mandado mi familia y para mi sorpresa allí también venían los dos volúmenes del Juan Cristóbal. Así, de inmediato, comenzaron tres días intensos de lectura en aquel espacio pequeño y de veinticuatro horas de luz encendida. Con una asombrosa sincronización, la lectura de la última página coincidió con el momento de la oscuridad más temida: volvieron, me pusieron la capucha y por unos meses más retomaron el castigo, la gesta inquisidora , el martirio.

Hace pocos días lo que hice fue detenerme a pensar en cuál había sido la significación de esa lectura. Destripé el reloj, digamos. Investigué su maquinaria no en busca de la respuesta del tiempo sino de algo más simple: ¿qué habían activado aquellas más de mil páginas devoradas de un tirón? ¿Qué habían hecho aquellas palabras en mi cerebro de adolescente atolondrado por naturaleza o por la brutal maquinaria del tormento?

Algo había sucedido en mí. Algo había cambiado: volví siendo otro a las nuevas tormentas.

Recordé, por ejemplo, que cada vez que Rolland escribía brazos, mis muñecas lastimadas por los alambres tomaban conciencia de sí, o cuando escribía pie, mis dedos y tobillos adormecidos e hinchados por los golpes recibían un certificado de existencia. Y cuando él nombraba la cabeza, aquella masa amoratada cuyo contenido había viajado a la locura y a las alucinaciones de la sed y el hambre y el agotamiento, al tembloroso miedo brutal, mi cerebro se encendía.

Y descubrí que eso existe y que se llama Somatotopía, que quiere decir, con alguna licencia para el caso, que leemos con el cuerpo todo.

Dicen los que saben que entre quienes leen y no leen existe la misma cantidad de neuronas pero que entre los primeros hay un mayor numero de conexiones y más eficientes. No lo sé. Pero mi Juan Cristobal -mío y del autor, claro- pegó unos gritos dentro del cerebro adormecido hasta que la imaginación me llenó de nuevos rostros inventados, de voces de sonidos que eran míos, de aromas y paisajes antojadizos, hasta que todo se puso en orden y en paz.

Entonces, al revisar aquellos tres días, pensé que los morosos gestos de la palabra escrita guardan ese único, poderosísimo, secreto: obligan a decodificar el lenguaje, ordenan y al mismo tiempo van emocionando. Y el lector asume, mientras tanto, la responsabilidad divina de la imaginación en todos los planos.

Leemos, a diferencia de otros modos de seguir historias, no para no pensar si no para saber cómo piensan otros o para pensar en otras cosas o para pensar de un modo diferente. Leemos porque nos entretiene, porque nos oxigena -fisiológicamente, digo- e incluso porque nos fortalace para pelear contra las diversas y terribles formas del olvido que nos traen los años.

Es bueno saber que esos dos volúmenes del Juan Cristóbal están conmigo. Tienen su lugar en la biblioteca. Cada tanto los saco, los miro, los hojeo y los vuelvo a guardar.

Es entonces cuando pienso que, además de todo, yo también leo por agradecimiento.

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Claudio Invernizzi para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva.

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Foto:Fragmento de la tapa del Juan Cristóbal, de Romain Rolland.

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