Editorial

La bala

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Por Daniel Supervielle ///

El 17 de agosto de 1961 Ernesto Guevara dictó una conferencia en el Paraninfo de la Universidad de la República tras participar días antes, en nombre de la Cuba revolucionaria, en la Reunión Extraordinaria del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES) en Punta del Este.

En esa exposición en la Universidad dejó una frase que resuena como un eco en la conciencia uruguaya. Dijo: "Cuando se empieza con el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último". Esa misma tarde tras el discurso de Guevara una bala mató al maestro Arbelio Ramírez, que había ido a escucharlo por los parlantes sobre 18 de Julio. Nunca se halló a los responsables.

El miércoles 2 de setiembre de 2015, 54 años después, con una bala en la cabeza se suicidó el general retirado Pedro Barneix. Fue instantes después de que la Policía lo notificara de su procesamiento con prisión y por el homicidio de Aldo Perrini el 3 de marzo de 1974. Barneix estaba junto a su hijo, que fue quien atendió a la Policía.

Según la crónica de La Diaria, a Perrini lo fueron a buscar a su heladería en Carmelo el 26 de febrero de 1974 en el marco de un operativo de las Fuerzas Conjuntas. Chiquito, como le decían, estaba junto a su hijo, que entonces tenía seis años.

La noticia del suicidio del militar, que en el 74 revistaba en el Batallón de Infantería Nº 4 en Colonia del Sacramento, donde estuvo detenido y fue torturado Perrini, no fue la principal en la portada de los diarios ni la apertura de los informativos. Sin embargo me llamó la atención. Es el segundo oficial del Ejército que prefiere suicidarse antes de acatar un fallo de la Justicia.

Mi primera sensación tras escuchar la noticia fue de pena por el suicidio de una persona. Dolor por el desprecio a la propia vida y por la evidencia de un pasado mal resuelto que hace al presente arrastrar cadenas pesadas e incómodas. Luego leí la resolución de la jueza.

“Los hombres eran golpeados y las mujeres eran reiteradamente sometidas a tratos degradantes por personal del Batallón, tales como obligarlas a permanecer en pie desnudas, manosearlas, tocarles la zona genital y apretarles los pezones, llegando incluso a la violación”.

Sigo citando a la jueza: “en esas circunstancias, Perrini aún atado y con los ojos vendados, pretendía intervenir para que los militares no abusaran de las jóvenes, profiriendo insultos hacia ellos, ante lo cual recibía insultos y mayores apremios físicos de parte de los captores (…) Esa actitud parecía molestar a los militares, quienes se ensañaban especialmente con él”.

En sus descargos ante la jueza, el general retirado, que entonces era Teniente 1º, había admitido “trato riguroso” con los detenidos pero siempre negó “el maltrato”.

Luego de tanto dolor y tanta sangre derramada solo queda espacio para una pregunta: ¿Qué nos legó tanta violencia? ¿Quién ganó? La respuesta es obvia: Nada ni nadie.

A medida que avanzaba en la lectura de la noticia y del fallo de la jueza, la pena por el suicido del militar se transformó en ira ante el homicidio de Perrini y luego en impotencia por carecer de una fórmula para lograr la reconciliación necesaria y definitiva del pueblo uruguayo.

Mientras tanto –de no mediar compasión, perdón y grandeza espiritual– la bala seguirá impávida su trayectoria, dándole la entera razón al Che Guevara.

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