Días de coronavirus

La cocina

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Por Helena Corbellini ///

Hola, amigos de En Perspectiva. Soy Helena Corbellini, escritora. Ya les he contado que estoy viviendo en un pueblo marítimo de España. Y aquí, quedamos confinados. Tras 47 días de encierro forzoso, oyendo los altoparlantes de los patrulleros: “Atenció, els parla la Guàrdia Civil. Recordin: està prohibit sortir de casa…”, este domingo permitieron que los niños pasearan una hora. Desde el balcón contemplé la fiesta de nens que jugaban con arena, corrían con tapabocas y observaban la pineda como un nuevo mundo; luego me aboqué a la desinfección de mi casa y esperé que sonara Skype llamándome a la Cocina. Yo no sé qué sería de mi vida sin la Cocina, y confinada, seguro me arrojaría al wáter y pulsaría el botón de la cisterna a la vez. Esta trobada (qué lindo decir encuentro en catalán, porque suena a trovador), es la amistad de tres mujeres durante 40 años. Se configura en una cuenta de whatsapp, con una foto en blanco y negro semejante a una escena de la nouvelle vague. Por este medio, nos comunicábamos con frecuencia, pero desde que empezó la Gran Peste, hacemos mensajitos o extensos intercambios todos los días. Los maridos se preguntan de qué hablamos. Esta conversación infinita y femenina versa, ante todo, sobre el estado del alma y luego, lo demás: la preocupación por la familia, los derechos humanos, los desastres de los políticos, sugerencias culinarias, los males de la educación, la literatura buena, la espantosa; lo molesto que es teñirse el pelo y también fregar el baño; lo frío y largo que es el invierno en Berlín, donde vive Cala; el intenso amarillo de los chopos en el Buceo, donde vive Laflores. Hablamos largo y tendido cuando una de nosotras sufre: entonces las otras dos se abocan a buscar soluciones. Somos más eficaces que el Ágora de Atenas o que el parlamento de la Unión Europea. Tratamos de mitigar el daño moral, despojarnos de los pensamientos sombríos y concentrarnos en lo bueno de la vida. Como vivir es una aventura, nos alentamos en todo: que Laflores pase tres años en Chile investigando cómo mejorar la enseñanza del inglés, haga una práctica en Australia, acampe en el Desierto Rojo, y luego retorne a Santiago a riesgo de recibir un tiro en las manifestaciones. A mí, ellas me animan tanto para usar medias red en las milongas como para que escriba novelas, o críe perros. También para que visite un dolmen oculto entre las encinas de la montaña. “Qué bueno, Helenita”, dice Cala, con voz de algodón. “Qué bien, la Corbe”, exclama la otra cocinera (su voz corre como el agua tibia del grifo). A Cala la animamos en sus traducciones y sus traslados a Hamburgo, a Lisboa y a Uruguay, en intentos por tejer la telaraña familiar. Ella toma entre sus dedos esos hilos delicados y en un momento dado sorprende con una visita, una fiesta. Cala teje los motivos para celebrar la felicidad. Laflores pasa ocupadísima en sus estudios y en sus clases, y siempre está cuidando a un ser querido con el esfuerzo del gigante Atlas. Para descansar, hace pilates y milanesas.

Nuestra amistad empezó el primer año que cursamos el IPA. Luego tuvimos distintas migraciones, pero siempre hubo reencuentros. Ahora, confinadas en tres países distintos, vivimos la amistad más profunda. “Esto que nos pasa es maravilloso, chiquilinas”, dice Cala. Ella vuelve a Uruguay una vez al año. Alguna vez se hospedó en mi apartamento de la calle Andes y pasamos varios días las tres conversando en la cocina. No sé si porque calentábamos el agua para el mate y unas infusiones germánicas, pero pasábamos horas allí, sobre unos bancos incómodos. Otro año, con Laflores pensamos: “Pobre Calita, viene otra vez, podríamos invitarla a un sitio distinto”. Pero ella se negó: “De ninguna manera, chiquilinas, no quiero ir a ninguna otra parte, yo solamente quiero una cocina para que podamos charlar”. Ah, bueno. En la
cocina, seguimos.

Helena Corbellini para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva.

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