Días de coronavirus

La máscara es la persona

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Por Rafael Courtoisie ///

El concepto de persona implicaba hasta ahora individualidad, particularidad, pero esa individualidad resultaba a su vez de un ocultamiento, de una ficción, de una exposición plena del significante para ocultar y nombrar al significado, para enmascarar al significado, para llevar al nivel de representación, de código, aquello que se suponía portaba la esencia identitaria del individuo. La persona, la máscara, oculta el verdadero rostro para fijar otro ficticio y expresar mejor, en el representante, la realidad ontológica inasible del objeto.

La palabra persona es tomada del latín, que a su vez lo toma del etrusco y este del griego. En griego persona es máscara. La máscara que se usaba en el teatro para construir, para componer un carácter, un personaje, para definirlo y darle concreción ficcional, irónica, para hacerlo visible y reconocible para los espectadores.
En griego persona es máscara, aquello que se pone delante de la cara, aquello que se coloca sobre la cara para definir al personaje, para concretar su ficción como una realidad, para fijar una identidad en el drama o en la comedia representados.

Cada uno de nosotros es una persona. Vivimos, vamos por el mundo, representamos un personaje munidos de nuestra máscara, de nuestro nombre y apellido, de nuestra profesión, de los afectos que portamos, de las aficiones y fobias. Resaltamos ciertos aspectos del rostro mediante diversos afeites y maquillajes: base, colores, pestañas postizas, barbas, bigotes, pieles falsamente lampiñas, depilaciones, cirugías estéticas, afinamiento de cejas, lápiz de labios, tinturas de cabello, piercings, pendientes y hasta tatuajes.

O simplemente la ilusión del rostro limpio, desprovisto, fingidamente natural.

La cultura ha hecho de nosotros personas, mostramos el rostro personal para ser individuos, para diferenciarnos, para actuar como únicos en el acto simbólico de la comunicación.

Y he aquí que llega el virus y altera la persona, invierte ese movimiento desde lo general a lo particular con el que nos había vestido el rostro la máscara griega. Ya no somos únicos y diferenciados. La máscara de la peste, el tapabocas, el barbijo, nos iguala ante la amenaza del contagio, nos allana, pule las salientes de nuestra máscara, lima las aristas de cada persona y deja en todos un rostro masificado, igual, reiterativo, un significante de tela blanca o azul, con o sin filtro plástico, amarrado a la cabeza y la nuca por unas tiras de tela o material aséptico.

El movimiento va ahora de lo particular a lo general. Cada uno deja de ser persona, deja de ser Juan o Sarah, deja de lado la máscara individualizante para adoptar en los espacios públicos, en la vida de relación, la máscara genérica de la enfermedad, el barbijo o tapabocas que borra lo singular del personaje, del carácter, y deja en su lugar una generalidad bruta, sin rasgos o con rasgos generales, no específicos. Es una huida desde la identidad hacia la masificación, desde la definición a la indefinición.

El virus diluye la identidad, carcome los rostros de las personas hasta dejarlos lisos, sin otra expresión que la de la precaución o el miedo, borra la boca y los orificios de la nariz, estampa en lugar de la sonrisa una mueca sin labios, una lápida de tela flexible e inexpresiva sobre el órgano que antes articulaba los besos y el lenguaje.

El virus iguala pero no por distribución o justicia, sino por despojamiento, por sustracción de los significantes de la máscara.

El barbijo es la persona, la máscara común e indiferenciada de la post modernidad líquida, la máscara única y repetida, monótona y aterradora por ausencia, por vaciamiento, de la peste.

La máscara estandariza los rostros, iguala los seres que antes eran personas. Ya no hay agonistas y protagonistas. Todos los actores son personajes del coro, integran el personaje colectivo del coro griego.

Deviene entonces la agonía y tal vez la muerte de la persona. Se impone la pura mismidad de la máscara postmoderna indiferenciada, ramplona, simple, tendenciosa. LA misma expresión blanca y sin boca del barbijo repetida millones de veces por todo el planeta.

Las muecas de la risa y la tristeza del teatro griego reducidas ahora al paradigma gestual de un vacío expresivo que transporta un mensaje indecible e infinito, inefable: el virus no se puede decir, la peste no puede pronunciarse de verdad.

No hay poesía en lo que ocurre.

El barbijo es la ortopedia de la máscara, la desaparición de la cara.

El tapabocas representa el triunfo absoluto y supino de una idea manejada desde el inicio de la modernidad con ahínco: el virus igualó, por fin, a los hombres. El virus borró de una vez el nombre de la cara, la singularidad de cada persona, y dejó en su lugar un lóbrego y temeroso manto igualitario.

Las utopías igualitaristas del siglo XX, las otrora proclamas justicieras y humanistas, encuentran en la reproducción desenfrenada del bacilo, en la supuesta prevención del contagio, una caricatura macabra y extendida: la melodía sin palabras del organismo microscópico usurpador, del parásito de billones de cabezas infinitesimales del virus, se apodera de los cuerpos humanos pero, antes de enfermarlos, antes de devorarles la tráquea y los alvéolos, les borra la cara, les quita la condición de personas.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 27.07.2020

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Rafael Courtoisie (1958) es un ensayista, académico, autor de varias novelas y traductor uruguayo, miembro de la Academia Nacional de Letras.

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Foto: Rafael Courtoisie. Crédito: academiadeletras.gub.uy

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