Editorial

Olvidar Uruguay

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Vuelve, todo vuelve. Otra vez emerge en Uruguay la discusión sobre el voto extraterritorial, a raíz de una nueva iniciativa que se está gestando para habilitarlo. Con ese regreso, vuelven también, por desgracia, razones y argumentos desagradables.

Que quede claro: no los califico así por sostener un punto de vista que no es el mío. De hecho, no hay argumento más estimulante que un buen argumento adverso, ya que obliga a trabajar para mejorar la calidad de los propios. Pero parece como si este tema, el de los uruguayos que residimos en el exterior, despertara pasiones subterráneas, difíciles de sofrenar en su pulsión insultadora.

La persistencia del irrespeto es penosa, y penoso es también, por lo tanto, verse obligado a aclarar, por ejemplo, que los uruguayos que vivimos en el exterior no somos una caterva de irresponsables dispuestos a votar con ligereza cualquier cosa, sin importarnos un reverendo rábano lo que ocurra en Uruguay. Tampoco somos un “botín electoral” de nadie, una suerte de rebaño esperando para encaminarse, encolumnado y balando, a llenar las urnas consulares con listas de un solo color. El menosprecio es grosero, y poco falta para que se diga, sin rodeos, que somos una montonera de estúpidos inmorales, una manga de avivados en busca de privilegios indebidos e idiotas útiles de una maniobra electoral oficialista.

Hubo ya que escuchar, en ocasiones anteriores, cosas amargas, proferidas en octubre de 2007, cuando se debatió en la Cámara de Diputados un proyecto de ley que regulaba el derecho al voto de los ciudadanos uruguayos residentes en el exterior, o en 2009, durante la campaña electoral hacia las elecciones de ese año, que incluían una propuesta de reforma constitucional en el mismo sentido. No vale la pena citar las perlas de desprecio con que más de medio millón de uruguayos fuimos gratificados en ambas oportunidades, dentro y fuera del Parlamento. Se las puede encontrar en la prensa y en las actas de las sesiones correspondientes.

Fue y vuelve a ser una experiencia triste. No por el voto, que en realidad no es el asunto de fondo, sino un síntoma de la relación áspera y crispada que buena parte de la sociedad uruguaya mantiene con sus emigrados. La verdadera tristeza proviene del rechazo, que uno siente además impregnado de cierta dosis de rencor. “Los que se fueron, se fueron”, se suele decir, y no hay muchas maneras de interpretarlo: irse del territorio es irse absolutamente, quedar fuera de la comunidad, dejar de pertenecer, pasar a ser “ellos”, ya que sólo dentro de fronteras existe un “nosotros” legítimo.

Quien tenga el propósito de emigrar debe saber que a juicio de muchos un acto semejante tiene algo de desdoroso. Estará cometiendo algo así como una deserción, un abandono manchado de ingratitud, cuando no de egoísmo, cuyo precio será verse casi abolido como uruguayo. Pasará a ser de afuera, y se le exigirá, para no ser del todo de palo, que brinde “contrapartidas”, monetarias de preferencia. Ni siquiera habrá mucho apuro por verlo regresar, y si lo hace, tal vez lo reciban con los brazos cerrados. Como ya fue dicho, “el que se fue, se fue”.

Así las cosas, lo mejor es dejar de discutir sobre el voto, y terminar de una buena vez con esta historia. Hasta los amores no correspondidos deben acabar algún día. Hagamos el duelo si sentimos una pérdida, suprímase el Departamento 20, olvidémonos recíprocamente, y a otra cosa. Quienes no residimos en Uruguay llevémonos el nuestro a cuestas allí donde estemos, como la silueta de un pasado muerto dibujada en una servilleta, y despidámonos definitivamente del que tiene los pies mojados por el Atlántico sur. No volvamos más, no pensemos más, no lloremos más, cortemos las amarras, quememos las naves, digamos adiós, separemos a los siameses. Y punto. Ya está. No da para más. Basta.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 14.08.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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