Editorial

¿Que se pudran en la cárcel?

Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Por Emiliano Cotelo ///

Esta semana el sistema carcelario uruguayo vivió un hecho histórico.

La Justicia condenó al Ministerio del Interior (MI) a realizar un "programa de tratamiento individual" para seis presos del Comcar a quienes se había diagnosticado desnutrición a fines del mes de mayo. En la sentencia se obliga a aplicar las llamadas “Reglas Mandela”, que resumen los mínimos exigidos por Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos.

Estamos ante un fallo sin precedentes, por dos razones. Porque por primera vez se invoca al derecho internacional para proteger los derechos de la población carcelaria y porque se produce a partir de una acción de amparo presentada por el comisionado parlamentario para el sistema carcelario.

Juan Miguel Petit, que ocupa ese cargo desde octubre de 2015, explicó a El Observador que las autoridades deberán crear un documento en el que especifiquen información sobre cada recluso: “qué sabe hacer, qué es importante que aprenda durante su tiempo en prisión, cómo se integra y se relaciona con su familia, entre otros puntos”. Ese reporte debe estar pronto en 30 días y permitirá planificar mejor el proceso de rehabilitación, ya que buscará ofrecer soluciones individuales a cada uno. A su vez, el MI deberá informar en 90 días a Petit sobre la evolución de estos reclusos que motivaron esta presentación.

Privilegiados

Es casi una paradoja. Estos presos, que habían caído en el fondo del pozo de la condición humana, serán los primeros beneficiarios de un tratamiento que debería ser lo habitual pero está muy lejos de serlo.

A mí me había impresionado esa carencia, cuando la encontré, expuesta por Petit, el mes pasado, en su informe anual. Allí denunciaba que “buena parte del sistema carece de una propuesta de rehabilitación para quienes llegan a él”. Y explicaba: “luego del procesamiento, los internos son derivados a un centro penitenciario sin que la mayoría tenga una instancia en que se plantee el objetivo a buscar durante el tiempo que estará allí”. Agregaba que ya ni siquiera se les entrega “un librillo” que existió en el pasado y que les explicaba sus derechos y obligaciones. Y concluía: “Sin objetivo, la pena que ya es aflictiva de por sí, se vuelve solo violencia.”

Sin objetivos

Es terrible que eso ocurra en un sistema penitenciario. Petit lo enfatizaba: Pasar por la cárcel sin objetivos “no es inocuo sino un agravamiento de la situación psico social de la persona”. “El daño”, seguía diciendo, “no es solamente a [ella] sino también a su familia”. Y remataba con lo más duro: cuando el interno cumpla su pena egresará “en peores condiciones que cuando ingresó”.

El infierno

Y ojo: estas consideraciones de Petit estaban referidas al grueso de la población reclusa. No a los casos extremos. De estos últimos se ocupaba aparte cuando describía situaciones como las de los módulos 8, 10 y 11 del Comcar, donde su diagnóstico era lapidario: allí se padece un “trato cruel, inhumano o degradante”.

En el módulo 8 fue que, casi por casualidad empezó a procesarse este cimbronazo que vimos en estos días. Ocurrió el 31 de mayo. En esa fecha, según reveló el diario El País, una médica que atiende una vez por semana localizó a un grupo de presos que se encontraban en condiciones críticas. Sobre cuatro de ellos anotó “adelgazamiento”, “que en un caso llegaba a ser extremo”. En la historia clínica escribió: “refiere privación de alimento”.

¿Qué había detrás? Víctor, Walter, Cristian, Nicolás, Gustavo y Luis no comían hacía varias semanas o incluso meses. “No salían de sus celdas desde abril. No hacían otra cosa que convivir en 8 metros cuadrados con otros 10 reclusos igual de hambrientos, desahuciados, sucios, desabrigados y deprimidos”. “Estaban desesperados en silencio”, graficó Paula Barquet, la periodista autora de la nota.

A otro Luis, también alojado en el mismo lugar, además de la desnutrición se le encontró varias heridas, traumatismo de cráneo, fractura de antebrazo izquierdo y quemaduras. Su ficha habla hasta de “torturas”.

Cuando estos datos llegaron al comisionado parlamentario, éste se movió rápido y a varias puntas. Por un lado, llevó la situación a conocimiento del Poder Legislativo y, paralelamente, radicó la acción de amparo ante la justicia, estrenando una potestad que le confiere la ley.

Recuperación

Los presos que hicieron saltar las alarmas ya están en proceso de recuperación. Mucho antes de que la justicia se expidiera, las autoridades los trasladaron al módulo 4, que mucho más civilizado, los colocaron bajo la supervisión de un equipo técnico y les suministraron un kit básico de frazadas, calzado, ropa, toallas y artículos de limpieza personal. Quienes los atienden cuentan que han ido aumentando su índice de masa corporal, muestran “menos miedo” y son “más capaces de mirar a los ojos a las personas que tienen delante”.

Los demás

Eso, obviamente, es un alivio. Pero…¿qué ocurre con los otros 670 internos del mismo módulo 8? Los relatos son escalofriantes y mencionan el hacinamiento, las malas condiciones de higiene, una comida de baja calidad y el riesgo de ni siquiera acceder a ella, porque se la quedan los presos más poderosos y pesados. Un funcionario contaba en la nota de El País que quienes tienen familiares eventualmente comen lo que ellos les llevan, pero, en general, los que están en el 8 son “chiquilines que salieron de la calle, que no tienen visita”.

Este último detalle agrava sensiblemente el cuadro. Escuchen la historia de uno de los “rescatados”, Walter, de 31 años: Está preso hace siete meses por tenencia de estupefacientes, es de Cerrito de la Victoria, sus padres fallecieron cuando él tenía 13 años, desde entonces vive en la calle, no tiene referentes.

¿Cómo puede ser que no se registre y atienda el caso particular de un preso así, que no recibe siquiera visitas, que está completamente solo frente al precipicio, en el mejor de los casos sobreviviendo? ¿Cómo no se razona que de este modo se está fabricando día a día un nuevo delincuente o, peor, una piltrafa humana, llena de resentimiento y odio? En cualquiera de las dos hipótesis su salida de la cárcel, llegado el momento, no puede derivar en nada positivo para la sociedad.

Resulta inconcebible que en una dependencia del Estado se tolere que haya gente viviendo en ese infierno, sin ningún horizonte de recuperación, pero además humillada y sometida por los delincuentes más fuertes, y todo eso durante meses y años. Son violaciones flagrantes de los derechos humanos. Y no pueden justificarse por los delitos que estas personas hayan cometido (y además, vale la pena recordarlo, solo tienen condena cuatro de cada diez presos).

Contraste

Yo sé que el sistema penitenciario uruguayo viene mejorando, sobre todo desde 2010, cuando se creó el Instituto Nacional de Rehabilitación.

Yo sé que se ha avanzado en educación, trabajo y actividades culturales, y también en la vinculación con la comunidad exterior. Eso pasa, por ejemplo, en una cárcel de Salto, en la de Pintado Grande en Artigas o en Punta Rieles acá, en Montevideo.

Yo conocí de primera mano la realidad del Polo Industrial del Comcar, donde trabajan de manera formal más de 500 internos, que acceden también a capacitación laboral, desarrollo socio cultural y muy buena convivencia.

Y esta semana misma entrevisté a representantes de la Unión de Rugby del Uruguay que, en convenio con el MI, están llevando ese deporte a varias prisiones, con resultados promisorios.

Que se pudran en la cárcel

Pero no puede ser que al mismo tiempo, como señala Petit, “más del 60%” del sistema tenga “muy malas o malas condiciones”, “donde el aislamiento es habitual, la convivencia es pobre y está cargada de violencia y riesgo de vida, y donde la oferta de posibilidades socio educativas es casi inexistente”. Y no puede ser que, peor aún, existan lo que él llama “agujeros negros” donde “el deterioro y [la] deshumanización lo cubren todo, y donde las amenazas, las extorsiones y la corrupción son habituales”.

¿Un momento de quiebre?

¿Empezará a cambiar esta situación a partir del fallo judicial de esta semana?

En rigor la resolución alcanza solo a los seis presos incluidos en el escrito. Pero, de hecho, sienta un precedente y define pautas muy claras que el MI debe tener en cuenta. Por otra parte, el comisionado parlamentario anuncia que recurrirá todas las veces que sea necesario a las acciones de amparo.

¿Las reformas se precipitarán a partir de estos empujones que llegan desde afuera pero con mucho peso institucional? ¿O todavía mandarán en contra, de manera decisiva, otros factores?

¿El problema puede ser, acaso, de presupuesto? Y, si ese es uno de los obstáculos, ¿la sociedad uruguaya está dispuesta a poner más dinero en las cárceles?

Aunque antes, tal vez, haya que plantearse otros debates. Por ejemplo, Uruguay tiene unos 11.000 reclusos, lo que da 315 presos cada 100.000 habitantes, un índice que se ubica entre los primeros 30 del mundo. En su informe Petit se pregunta cómo se entiende que ocupe ese puesto tan alto en el ranking un país como el nuestro “de alta inversión social, de fuerte presencia de políticas públicas, sin conflictos civiles o choques étnicos o interreligiosos, con una de las mejores distribuciones del ingreso de la región”. ¿Por qué tenemos este índice enorme de “prisionización”? ¿Queremos tomar medidas para achicarlo? ¿Cuáles serían?

***

Emitido en el espacio En Primera Persona de En Perspectiva, viernes 30.06.2017, hora 08.10

Documento relacionado
Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos (Reglas Nelson Mandela)

Comentarios