Editorial

Suárez y Carlitos

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Por José Rilla ///

Hará pronto medio siglo que vi a Uruguay salir cuarto en un campeonato mundial de fútbol.

Fue en 1970, en un proceso que me viene a la memoria en dos tiempos. El 14 de junio en cuartos de final: apenas retengo la diablura en la raya de Luis Cubilla, y el cabezazo de Víctor Espárrago que puso el gol de la victoria, contra la Unión Soviética. (Muy pocas veces escuché ese apellido afuera del fútbol: Espárrago… parecía haber cumplido ese día con la única tarea encomendada por los dioses). El cuarto puesto se ganó en la derrota contra Alemania, el 20 de junio, con Atilio Ancheta cabeceando en las dos áreas. Vi esos partidos por televisión, en directo, junto a mi padre que había vivido -20 años para atrás- la gloria de Maracaná, y a quien todo le parecía, entonces, un capítulo más de la declinación de nuestro fútbol. No recuerdo festejos ni euforias ese día del cuarto puesto en México 70; era obvio, pues veníamos en baja.

Pero lo perturbador de este recuerdo es que el fútbol uruguayo decaía justo en el momento podíamos verlo en directo.

Mucho más tarde supe (esas cosas se entienden con el tiempo) que era aquella la primera vez que había visto el fútbol en directo, por la televisión, cuando no podíamos más que creer a pie juntillas en la frase manida, “es la magia de la televisión”. Heber Pinto se presentaba al público rendido a los pies de la novedad, cambiaba sustantivo por verbo: “el relator que televisa con la palabra”.

Gracias al impulso de los satélites inaugurábamos también aquí una forma de participación en el mundo global, hoy completamente naturalizada entre nosotros y consagrada con una doble cara: negocio multimillonario inigualable y entretenimiento apasionante.

Se sabe: los niños del baby imitan a las estrellas, se paran igual y dedican los goles con los mismos gestos. También las estrellas se imitan entre sí, se imitan a si mismas, juegan y actúan como nunca antes. Se parecen entre si y a la vez buscan la diferencia que los distinga.

Llevado estos días a su máxima competencia mundial, el fútbol permite ver otra cosa que olvidamos: niños y jóvenes excepcionalmente dotados, nacidos y criados en contextos humildes y lejanos de la metrópoli terminan protagonistas de una escena mundial, a la que sostienen con su talento. Luis Suárez nació en 1987, en el Cerro de Salto; a los 7 años bajó a Montevideo, a La Comercial. Como ráfaga pasó por Nacional pero a los 19 años se afincó en Europa desde donde, con su juego y con sus goles, con la televisión como gran mediadora, se transformó en una estrella global indiscutida.

No es el primero en dar estas vueltas.

Casi cien años antes que Suárez nació Charles Chaplin, en 1889. Fue en la periferia de Londres. Con una infancia dura, llena de sobresaltos, se las arregló para ser actor de music hall y de circo en aquellos arrabales. Su debut como mimo fue en una obra llamada El partido de fútbol. En EEUU, donde llegó a los 21 años, el cine le permitió transformar su enorme talento en un bien de circulación global.

Fue como un vértigo, del barrio al mundo.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 08.06.2018

Sobre el autor
José Rilla es profesor de Historia egresado del IPA, doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires. Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y Decano de la Facultad de la Cultura de la Universidad CLAEH. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores, ANII.

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