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Desde dentro de la olla popular plaza Juan Ramón Gómez

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Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOS

Por Antonio Ruchey ///

Es sábado, todavía no es el mediodía, pero el grupo de WhatsApp está que explota. Alexis consulta si alguien pasó por la carnicería a levantar la carne que fue comprada por los vecinos. Antonia se excusa y responde que ya pasa. En otra punta de la ciudad, el Bicho está levantando donaciones. Un vecino escribe en el Instagram y dice que tiene 9 litros de pulpa de tomate para donar. Le mando un mensaje a Pancho preguntándole si hoy nos trae los panes. Al rato, Marilyn avisa que Redalco le dejó las manzanas en su casa. Me llega el mensaje de Pancho con la confirmación de que hay panes. ¡Bien! Miro las listas y están completas. Seis personas para la cocina y seis más para la entrega de comida. Parece estar todo pronto bajo control para una nueva jornada que culminará por la noche cuando se termine de lavar la última olla con los restos del guiso.

Tengo 28 años, y siempre escuché y también decía “qué solidario es el uruguayo”. Pero en realidad lo decía no tan convencido, o no tan seguro. Me faltaban pruebas.

Ahora, después de más de un año de pandemia y de estar en una olla popular la misma cantidad de tiempo, lo puedo decir y asegurar con propiedad: “Qué solidario es el uruguayo”. En general.

Según el último estudio realizado por Solidaridad.uy, en Montevideo, hay alrededor de 285 entre merenderos y ollas populares. Todas comparten algo en común; la solidaridad y empatía de sus voluntarios y voluntarias.

¿Qué motiva a una persona unirse para colaborar en una olla popular? Algunas lo hacen simplemente para ayudar al prójimo. También hay de los que lo hacen para sentir que están haciendo un bien para la sociedad y al mismo tiempo para sentirse bien con uno mismo. Otras toman a la actividad de participar en una olla como un actividad política-social. Otras lo hacen para ser parte de un grupo, sentirse parte de, conocer e interactuar con pares realizando una actividad en común. Me parece que todas podrían ser motivaciones válidas.

Para el que no conoce o nunca participó de realizar una olla popular, les puedo asegurar que es una actividad preciosa. Que ojalá no haya necesidad de tener que hacerlas, y sí, eso se cae de maduro. Ojalá no haya necesidad de que miles de personas hagan fila en una plaza con un tupper en busca de comida. Pero eso sucede, acá en Uruguay y en todas partes. ¿Tenemos que normalizarlo? Y obvio que no. ¿Que el Estado tiene que garantizar las necesidades básicas de las personas, como son la alimentación y vivienda? Y obvio que sí. Pero qué suerte que vivamos en una sociedad como la nuestra, tan solidaria y empática.

Nuestra olla, la Olla Plaza Juan Ramón Gómez, surgió de forma espontánea: Ante la necesidad de la gente, sentimos la responsabilidad de ayudar. Nos juntamos un grupo de cuatro amigos, y  conseguimos los alimentos y en mi casa, en calle Canelones y Carnelli (barrio Palermo), cocinamos un guiso de lentejas de 80 porciones que lo entregamos por la ventana.

El grupo fue creciendo, y hoy después de un año y casi 150 jornadas de ollas, las enseñanzas y conclusiones que nos ha dejado son muchas y muy enriquecedoras.

La mayoría de nosotros no habíamos tenido la oportunidad o la iniciativa de hacer algo parecido antes. Realizar la olla, dedicarle horas y horas de nuestro tiempo, si bien es muy desgastante, como actividad social lo reafirmo y digo que es muy gratificante. Te embanderás con hacer el bien y soñás con un mundo un poquito mejor.

También conocés de primera mano realidades muy distintas que te chocan y a las que uno no está acostumbrado. Realidades duras. Situaciones de personas que quedaron en la calle por temas familiares, problemas de adicción, o por haber quedado sin trabajo.

Algo elemental como garantizarles un plato de comida es una ayuda tremenda. No solo se alimentan, sino que al estar juntos, a su lado, ellos sienten que no están solos, ven a nosotros personas que se preocupan y que luchan junto con ellas para que puedan salir de esa situación.

Muchas de esas personas estuvieron de paso por la olla, pudieron encaminar su vida y ahora te los cruzás en el barrio, te cuentan que están laburando y te agradecen por la mano que les diste en su momento.

Hay otros que la siguen luchando y hay otros tantos que, con tristeza lo digo, podemos llegar a la olla número mil y van a seguir ahí haciendo la fila.

Pero desde que me subí a este barco me di cuenta de que es difícil bajarme. Me encantaría, es mi sueño, un día despertarme y no ver ollas populares, pero mientras tanto la seguiremos luchando.

Más de un voluntario me ha dicho que unirse a la olla fue la mejor decisión que han tomado en sus vidas. Uno de ellos, hace poco se había separado de su pareja con la que estuvo 15 años juntos. Dos compañeras del gimnasio, que ya estaban en la olla, lo invitaron a unirse al grupo. Al principio lo dudó, pero al final se sumó. Hasta el día de hoy, él colabora activamente en la olla y en ocasiones ha sumado a familiares y amigos en distintas actividades, ya sea para ir cocinar, ir a buscar donaciones o entregar la comida en la plaza. Hoy asegura que esa decisión, de haberle hecho caso a sus compañeras del gimnasio, lo salvó.

Porque eso también hay que resaltar. Realizar esta actividad tan noble, remueve, por lo menos, a los que tenés cerca. Te ven lo entusiasmado que estás yendo a picar verduras cuatro horas seguidas. Y que encima lo hacés con ganas y sostenido en el tiempo. Y sí, seguramente eso hace que se pregunten y se cuestionen cosas. Algunos se suman y otros no, pero seguramente genera cuestionamientos. Ir a una olla no es la única manera de colaborar con las personas, pero es una.

Se hizo de noche y en la plaza se entregaron todas las porciones de guiso. Queda esa sensación ambigua por la injusticia de que haya tanta gente necesitando comer de una olla. Pero también, pese al cansancio en el cuerpo, uno queda conforme por haber aportado y por haber cumplido.

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