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Donald Trump, el europeo

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por Rafael Mandressi ///

Que un multimillonario se lance en la carrera a la presidencia de Estados Unidos no es novedad. Tampoco es nuevo que prometan financiar sus campañas con su propia plata, con el argumento especioso de la independencia que sus fortunas les darían respecto de los generosos donantes. A nadie sorprende que esos candidatos desparramen la ideología barata del individualismo a la estadounidense, condimentada con dos o tres versículos del evangelio según san empresario, ése que en las escuelas de negocios hacen pasar por disciplina académica y cuya sustancia intelectual es tan fina y liviana como una hojilla de cigarrillo para armar.

De modo que cuando el martes pasado el señor Donald Trump anunció su candidatura a la presidencia de Estados Unidos, no hizo sino agregar una perla más a este collar del folklore electoral estadounidense. Quizá un poco más grotesco que otros en el pasado, este candidato magnate parece representar simplemente la fase caricaturesca de un viejo rito. Sin embargo, en su discurso del martes, Donald Trump agregó algunas otras pinceladas al retrato del perfecto candidato de ultraderecha. Como es sabido, en ese retrato no puede faltar la violencia verbal hacia los extranjeros, en especial hacia los inmigrantes.

¿Quiénes, concretamente? Los mexicanos, por supuesto, que presuntamente roban los empleos de los buenos estadounidenses y que, por añadidura, parecen ser particularmente indeseables. “Cuando México nos envía a su gente, no nos está enviando a los mejores”, dijo el martes el señor Trump, sino a “gente que tiene muchos problemas, y los están trayendo con ellos: están trayendo drogas, el crimen, a los violadores”. Por suerte, Trump tiene la solución: se trata de levantar “un gran muro” en la frontera, y que “México lo pague”. Como la caridad bien entendida empieza por casa, habrá de ser el propio Trump, como empresario de la construcción, quien se haga cargo de la obra.

Para aprender de la experiencia ajena, tal vez el señor Trump pueda pagarse un pasaje en primera clase para visitar algunos países de Europa con buenas credenciales en materia de ultraderecha, insultos a los inmigrantes, razzias y muros. La primera escala podría ser Budapest, ya que el gobierno húngaro de Viktor Orban es ejemplar en la materia. En mayo, se le hizo llegar a la población un cuestionario sobre el tratamiento que debería dársele a los inmigrantes indocumentados, con dos respuestas posibles: cárcel o expulsión. No se sabe cuál fue el resultado de tan amable encuesta, pero en todo caso Hungría decidió anteayer cerrar su frontera con Serbia y anunciar la construcción de un muro de cuatro metros de altura y 175 kilómetros de largo.

Según el gobierno de Orban, la decisión no contraviene ningún tratado internacional, y otros países optaron por la misma solución. En esto último tiene razón, de manera que en su gira europea, Donald Trump podrá visitar también la barrera de alambre de púa de tres metros de altura con la que Bulgaria cerró treinta kilómetros de su frontera con Turquía, y que cuando termine de instalarse tendrá 160 kilómetros de largo. De allí Trump puede dirigirse a Grecia, donde once kilómetros de alambre de púa están destinados, en la región de Évros, a impedir el paso desde Turquía. La etapa siguiente quizá sea un poco más desagradable para Trump, porque va a tener que pisar suelo africano, aunque se trata, afortunadamente, del África española, donde los muros que rodean a Ceuta y Melilla tienen seis metros de altura.

Después de tanto muro y tanto alambre de púa, el candidato Trump tal vez tenga tiempo para reunirse con Marine Le Pen en París, o con algún representante de la Liga Norte en Milán, que seguramente le darán buenos consejos sobre cómo se logra conseguir votos a través del odio, el miedo y el desprecio. Quizá alguien le diga que todo eso no ha servido más que para provocar tragedias y que los inmigrantes mueren de a miles tratando de llegar de todos modos. Pero no es seguro que a Trump le importe demasiado. Después de todo, se trata de mexicanos.

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