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Por Andrea Burstin ///

“Protege el Servicio Nacional de Salud. Quédate en casa”.  Este slogan ha sido el leitmotiv de la campaña del Coronavirus en Reino Unido durante los meses de máxima alerta.

El Servicio Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés) es según varias encuestas, una de las instituciones mejor valoradas del país. Muy por delante del gobierno, y de la corona.

En un mundo en que tantas instituciones han perdido credibilidad por parte de los ciudadanos, resulta curioso que una organización goce de este prestigio. Más si se tiene en cuenta que gestiona un presupuesto gigantesco, que se nutre exclusivamente de fondos públicos, y que es responsable nada menos que de la salud de todo el país.

Quizás logra esta adhesión por su carácter de mecanismo articulador e integrador. El mismo rol que cumplió para varias generaciones la escuela pública uruguaya.

Un hospital público es un reflejo del crisol de culturas, de creencias y de perspectivas de esta sociedad. Usuarios, médicos, enfermeros y funcionarios venimos de todas partes del mundo. Es la concreción de un sueño que nos incluye a todos y que, para el grueso de la población, sigue brindando un servicio a las alturas de sus expectativas.  En un hospital del sistema público fue tratado el primer ministro, Boris Johnson cuando debió ser ingresado por coronavirus. También en un hospital del sistema público fue intervenido hace unos días el marido de la reina de una afección coronaria.

En la dimensión sanitaria, desde el inicio de la epidemia, estaba claro que la capacidad de los hospitales corría peligro, en caso de no tomar medidas de distanciamiento social. Se estimaba que manteniendo un escenario de no actuación, se perderían 500 mil vidas en un año. Esto asumía que sin control colapsaría el sistema y muchos fallecerían a causa de la enfermedad por no poder ser tratados. Además, por supuesto, se producirían otras muertes evitables por dejar de atender pacientes aquejados de diversas patologías.

Pero cuidar el sistema nacional de salud, tiene para este país, un valor simbólico aún más importante. Fue creado por el gobierno de Attlee en 1947, con la intención de proteger la salud de los ciudadanos “desde la cuna a la tumba”. Una estrategia que por supuesto drenaba recursos importantes en la Gran Bretaña de posguerra. Según una  famosa anécdota, años más tarde, Dean Rusk, Secretario de Estado norteamericano, se enfureció con su homólogo inglés y le espetó que no podía creer que ofrecer analgésicos gratuitos y dentaduras postizas, fuera más importante que el papel de Gran Bretaña en el mundo. Lo había descolocado el inesperado anuncio del gobierno de Wilson, de retirar todas sus bases militares y navales al este de Suez, y centrarse en el estado del bienestar.

Cincuenta años después, en los debates previos al referéndum del Brexit, defensores de una y otra vía, intentaron ganar adeptos con argumentos que pretendían demostrar cómo la propuesta de cada uno, liberaría más recursos para el NHS. Ante los escarceos independentistas de Escocia o de Irlanda del Norte, es también utilizado desde Londres como uno de los alicientes a seguir formando parte del Reino Unido.

Pocas organizaciones tienen la dimensión y desafíos del NHS en este país. No solo por su número de usuarios, empleados, proveedores o presupuesto manejado. Debe mantenerse además a la vanguardia de la investigación científica, incorporar las nuevas tecnologías de la información para dar un mejor nivel de servicios, mantener sus activos físicos actualizados; entre tantos otros retos. Gestionar todo ello con eficacia, consistencia y transparencia, más allá de los vaivenes políticos, durante más de 70 años y seguir contando con la aprobación del público, es muy meritorio.

En  la actividad pública y no sólo en ella, es vital proteger este tipo de instituciones que generan confianza en  los ciudadanos y con cuyos valores éstos se identifican. Inspirarse en estos modelos es una práctica muy deseable para otras organizaciones. Especialmente para aquellas que decepcionan y no logran estar a la altura de su cometido.

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Andrea Burstin es economista por la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, y MBA por el Imperial College de Londres.
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