Editorial

La ilusión de la igualdad

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Por Ricardo Lombardo ///

Otra vez se ha planteado el dilema entre la enseñanza pública y la privada, en medio de la discusión de la Ley de Urgente Consideración y de la persistencia de la pandemia que parece vincular el nivel educativo con la capacidad de “defenderse” del Covid-19.

Los sindicatos pararon, pretendiendo reivindicar la escuela pública frente a la privada, como si esa dicotomía fuera eterna e inevitable.

Yo soy producto de la escuela pública, el liceo público, preparatorios públicos y la universidad pública.

Así que crecí impregnado del ideal del José Pedro Varela, resumido en su famosa frase que decía:

“Los que una vez se han encontrado juntos en los bancos de una Escuela, en la que eran iguales, a la que concurrían usando un mismo derecho, se acostumbran fácilmente a considerarse iguales, a no reconocer más diferencias que las que resultan de las aptitudes y las virtudes de cada uno: y así, la escuela gratuita es el más poderoso instrumento para la práctica de la igualdad democrática”.

De hecho, creo que esa experiencia marcó mi vida. No recuerdo bien en qué año escolar, yo, nieto de italianos y de vascos franceses, vástago de un periodista de clase media, me sentaba en un banco donde tenía de un lado a un niño judío hijo del dueño de uno de los más poderosos comercios del país y, del otro, a un afrodescendiente, cuyo padre vendía garrapiñadas a la salida de la escuela.

Recién me di cuenta, años después, de cuánto significó para mi integración social y mi tolerancia a quienes venimos de orígenes diferentes, el hecho de que atendiéramos juntos las clases de la inolvidable Escuela Grecia. Que jugáramos y fuéramos amigos, sin observarnos ni la clase social, la religión o el color de la piel de ninguno de nosotros.

Así que nadie me va a superar en defender esa idea.

Pero hoy vivimos en un mundo bien diferente al de hace 60 años en que la sociedad estaba mucho menos diferenciada.

El Estado, entonces, hacía bien en asegurar la igualdad. En realidad, con eso lograba que pudieran acceder todos a la educación y no solo los hijos de los privilegiados.

Pero pretender mantener vivo hoy el ideal de aquellos años, es una buena forma de hacerse trampas al solitario.

El ideal de igualdad no se puede alcanzar hoy con los mismos instrumentos varelianos.

La sociedad está mucho más fragmentada, las desigualdades sociales están nítidamente marcadas y las oportunidades de los niños que nacen en los barrios opulentos son bien diferentes a los que crecen en las zonas marginadas.

En estos tiempos, el rol del Estado es atender más a los postergados que a los hijos de los afortunados. Por lo tanto, debe tratar diferente a los diferentes.

Si se pretende considerar como iguales a los desiguales, se comete la peor de las injusticias. Y resulta que la educación pública hoy es un mecanismo de eternización de la pobreza y la marginalidad. Es duro decirlo, pero se trata de una constatación inobjetable de la realidad. Es como que la sociedad, en su gasto de educación, subsidiara a los más ricos, en detrimento de los más pobres.

La educación pública tendría que ser compensatoria, preocuparse por achicar la brecha social, dedicando sus mayores recursos a la atención de los que tienen más dificultades de integración y menos oportunidades.

Pero ocurre todo lo contrario. Los mejores profesores o maestros eligen los lugares más cómodos, o sea los barrios más acaudalados y, los incipientes, o los peor calificados, solo pueden optar por ejercer docencia en las zonas postergadas.

Para peor, el corporativismo, la creciente politización y una militancia gremial que se ha transformado en un fin en sí mismo, han dañado la calidad de la educación pública, a tal punto de que aún personas de ingresos limitados, hacen esfuerzos que sobrepasan sus verdaderas posibilidades, para enviar a sus hijos a institutos más ordenados y abiertos al mundo, aunque deban pagar por ello.

Yo quiero una enseñanza pública que multiplique los institutos de tiempo completo a nivel escolar y secundario, en los barrios donde son más necesarios, es decir donde los niños y adolescentes tienen menos oportunidades.

Yo quiero que el Estado concentre allí sus mejores recursos, tanto docentes como de infraestructura. Que destine a eso, la mayor parte de los dineros que Rentas Generales detrae de los impuestos para la educación.

Yo quiero que si las personas de mejor pasar económico quieren pagar para que sus hijos vayan a los centros educativos que deseen, puedan hacerlo sin que se siga discutiendo el reduccionismo público privado en la educación.

La ilusión vareliana de la igualdad, tal como se la concibe hoy, va en contra de los niños pobres, eterniza su condición de marginados y los aleja de las oportunidades.

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Ricardo Lombardo para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva

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Ricardo Lombardo (1953) es contador Público, licenciado en Administración, periodista y político.

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En la foto:
ceip.edu.uy/

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