Editorial

Un presidente real

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Domingo 14 de mayo. El rey ha muerto, viva el rey. El nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, asumió sus funciones una semana después de haber sido electo. No hay transición, no hay juramento, ninguna autoridad tiene el poder de investirlo. El Consejo constitucional francés proclamó los resultados de la elección, y con eso basta: el monarca republicano está allí, como una evidencia, un dato, de pie en las alturas de su soledad, por encima de los partidos, por encima de la minucia cotidiana, instalado en el corazón del tiempo, garante de las instituciones, encarnación de su historia y de su continuidad. Su cuerpo es el de la nación, un pueblo se convierte en individuo, un individuo representa la unidad del pueblo. Ya vendrá el gobierno, con sus ministros y sus equipos, a hacerse cargo de la cocina y el baño, a tejer y coser, a ocuparse de hacer funcionar los talleres de la administración y las trastiendas de las transacciones. El presidente no gobierna. Preside. Designa, arbitra, orienta, define.

No se trata ya del señor Macron, sino del vértice de la República. Su persona ha dejado de pertenecerle: durante cinco años, será propiedad de la función, y tendrá que habitar su espesor, dispensar sus gestos, vestir con decoro y profundidad la ropa prestada por el poder presidencial. El predecesor de Emmanuel Macron, François Hollande, no supo o no quiso plegarse por entero al rigor de los signos, y nunca llegó a ser del todo presidente. Pretendió ser un mandatario “normal”, como él mismo se definió, ignorando que la “normalidad” y la presidencia no son compatibles. Así le fue: desprovisto de majestad, no logró reinar, y a la postre abdicó.

La institución no se acomoda a su inquilino, exige las señales propias del imaginario político con que está tapizada desde que el general De Gaulle la fabricó a su medida. El presidente manda, decide, sonríe poco y ríe todavía menos, habla en primera persona. Cuando llega para asumir el mando, como ocurrió ayer, camina sobre cien metros de alfombra roja hasta la entrada del palacio del Elíseo. Allí lo espera el presidente saliente, con quien se reúne en privado para la transmisión de los secretos de Estado, antes de acompañarlo hasta la salida. Después recibe el collar de oro de Gran maestro de la orden de la Legión de honor, donde están grabados, además del suyo, los nombres de sus antecesores, y pronuncia un discurso en el salón de fiestas, tras lo cual pasa revista a la Guardia republicana, resuenan 21 cañonazos que, al igual que otrora con los reyes, saludan su entronización, y se dirige al Arco de Triunfo para encender la llama en la tumba del soldado desconocido.

Mientras todo eso ocurre, no hay gobierno: el anterior dimitió, el nuevo todavía no ha sido nombrado. Durante ese tiempo suspendido por el ritual, el presidente ocupa todo el espacio, asume los atributos del poder, es Francia.

Pero no todo es protocolo y ceremonia, ya que esos atributos no son puramente simbólicos. El presidente nombra un gobierno para que ejecute su política, y lo revoca sin más trámite cuando lo estima necesario. El presidente no puede ser destituido, pero tiene en cambio la potestad de disolver el Parlamento y convocar a elecciones legislativas anticipadas. El presidente, y solo él, tiene en sus manos la decisión de activar el uso del arsenal nuclear. El presidente dispone, si se dan ciertas condiciones, de la posibilidad de asumir, sin intervención del Parlamento, poderes excepcionales a cuya duración ninguna otra autoridad puede poner un término. El presidente goza de inmunidad judicial durante todo su mandato. El presidente puede, prácticamente por sí y ante sí, someter a referéndum cuanto proyecto de ley quiera sobre la organización de los poderes públicos, sobre reformas relacionadas con la política económica, social o ambiental, y sobre la ratificación de tratados que tengan incidencia en el funcionamiento de las instituciones.

Tales son algunos de los rasgos del poder presidencial en Francia desde que rige la Quinta república, es decir desde hace casi sesenta años. En estas últimas elecciones, varios candidatos propusieron modificar la Constitución para dejarla atrás. Emmanuel Macron no.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 15.05.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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