Editorial

Y comieron perdices

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Se nos casó el príncipe. Fue el sábado, en la capilla san Jorge del castillo de Windsor. La novia llegó en Rolls Royce, con sus cinco metros de velo a cuestas, y adornada con los títulos recién obtenidos de duquesa de Sussex, condesa de Dumbarton y baronesa de Kilkeel. La novia es californiana, su madre estaba allí, pero su padre se quedó en Estados Unidos, de manera que quien la condujo hasta el altar fue el padre del novio, Carlos. Harry, es decir el novio, es decir el duque de Sussex, conde de Dumbarton y barón pa’ quererte mucho, ya estaba apostado allí, naturalmente, ataviado con el uniforme de gala de un regimiento de la caballería real.

Los 600 invitados contuvieron el aliento cuando la ceremonia alcanzó su clímax. Tres preguntas: ¿alguien se opone a esta bella unión matrimonial? ¿No? Bueno entonces que calle para siempre. ¿Acepta el novio? ¿Acepta la novia? Sí, sí. Gran emoción gran, que invade el recinto, aunque la abuela del novio, la verdadera patrona del boliche, no esboce siquiera una sonrisa. No es que el acontecimiento la dejara indiferente, no, pero es la jefa de la iglesia anglicana, y sabido es que una dignidad semejante es poco compatible con risas y sonrisas, máxime dentro de un templo. Además, a la señora, vestida de verde anís para la ocasión, no la van a impresionar así de fácil, lleva 65 años en el trono y más de 70 aguantando a su marido Felipe.

Llegó luego el momento de salir de la capilla, el beso real, la recorrida en carroza descubierta por las calles de Windsor, los saludos a la multitud que daba rienda suelta a su algarabía al paso de los recién casados, las libreas rojas, un almuerzo ofrecido por la reina, y en la noche una cena a la que invitaba su hijo mayor, Carlos, esto es, por si alguien se perdió en el árbol familiar, el flamante suegro de la novel duquesa de Sussex.

La duquesa, como fue dicho, nació en EEUU, se llama Meghan [Markle], fue modelo, actriz, trabajó para la embajada de su país en Buenos Aires, es divorciada y su mamá es afroestadounidense. El príncipe, Henry Charles Albert David, pero díganle Harry, es el segundo hijo de la finada Diana de Gales, combatió en Afganistán y en su momento tuvo la jocosa ocurrencia de asistir a una fiesta de disfraces vestido con un uniforme nazi. Otros tiempos, errores de juventud, quizá el deseo de congraciarse con su abuelo paterno, pero en todo caso nada de qué inquietarse, ya que es apenas el sexto en el orden de sucesión al trono, siempre y cuando su hermano mayor y su señora esposa no tengan más hijos, que si no seguirá retrocediendo en la lista.

Y ahora, la dolorosa: las nupcias habrían costado unos £ 32 millones, o sea algo así como US$ 43 millones. Una parte considerable del presupuesto se lo llevó la seguridad del evento, pero aun así, no puede decirse que haya sido un parangón de austeridad; la torta de casamiento, al parecer, implicó el desembolso de aproximadamente £ 25.000. Una torta de plata, como quien dice.

Son estimaciones, claro está, porque revelar las cifras es una vulgaridad. Sí se sabe quién paga: la reina, o mejor dicho el contribuyente británico. Pero Isabel II, generosa como es, se despachó además con un regalito inmobiliario ubicado en el condado de Norfolk, un delicioso cottage y sus 8.000 hectáreas de terreno, donde allá por el novecientos residió, durante 30 años, el rey Jorge V, abuelo de la reina y por lo tanto tatarabuelo de este muchacho Harry, no sé si me siguen.

Los ingleses están para la boda, se dirá, gastando alegremente una fortuna en un ritual de pacotilla que por lo demás tal vez termine, como ha ocurrido ya varias veces, en un divorcio. Pero el cotillón monárquico no solo les gusta a los súbditos de su Graciosa Majestad, sino a millones de personas en todo el mundo. Tres mil millones, de hecho, ya que parece que esa es la cantidad de telespectadores que siguieron las palpitantes alternativas del real enlace por televisión o a través de Internet. Entre turismo y otros consumos, se evalúa que el impacto comercial del trémulo sí de Meghan y Harry podría no andar lejos de los US$ 300 millones.

En otras palabras, el gasto es en realidad una inversión, y bien vale poner unos pesos, o unas libras, para pagar, por ejemplo, 30.000 saladitos, un millar de mozos y mozas sirviendo, o el trabajo de los decoradores que prepararon ocho millones de pétalos de flores para desparramar al paso de los nuevos duques. Una bagatela, para una fiesta a la que asistieron gentes acostumbradas a públicos masivos, como los señores George Clooney y David Beckham.

Porque así son los fastos de la corona, como Hollywood o la ceremonia inaugural de una copa del mundo. Entretenimiento global, un poco pedorro, es cierto, y venta de celebridades. Que vivan los novios.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 21.05.2018

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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