La audiencia opina…

Sobre el edificio de la ex confitería Cantegrill

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Tras el cierre de la confitería Cantegrill, que funcionaba en un local con forma de castillo en 21 de Setiembre y Williman, el mismo fue comprado para demolerlo y construir allí un edificio de varios pisos, según la normativa vigente. Algunos montevideanos lanzaron un movimiento en defensa del local, que no tenía protección legal.

La Intendencia de Montevideo abrió un diálogo entre autoridades departamentales y municipales, delegados de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, representantes de la Asociación de Promotores Privados de la Construcción del Uruguay y otros actores. Finalmente se adoptó una solución “salomónica”: mantener la obra de Pittamiglio y también habilitar la construcción de la torre, cuyo proyecto fue modificado con ese fin. Fue la peor opción, opina el arquitecto Conrado Pintos desde la audiencia.


Finalmente se ha conocido el resultado de la polémica desatada por la posible demolición del edificio de la confitería Cantegrill (arquitecto Humberto Pittamiglio, 1887-1966).

Hasta ahora podía pensarse que todos los argumentos en defensa de la construcción o a favor de su desaparición habían sido vertidos por calificados actores en oportunidad de la discusión y que, cualquiera fuese la resolución adoptada, ésta no conformaría a uno de los dos bandos. Pues bien, en el afán de conformar a todos se ha logrado exactamente lo contrario.

Es que la brutalidad de la imagen que ha comenzado a circular a modo de promoción no permite dudar acerca de la inviabilidad de este absurdo "camino del medio".

Se sabe, o debería saberse, que es buena cosa –siempre que sea posible– conservar y reutilizar materialidades existentes por un sentido básico de responsabilidad en el manejo de los recursos.

Se sabe asimismo que, cuando se trata de ejemplos valiosos, es preciso hacer lo posible por preservarlos por un mínimo sentido de responsabilidad cultural. Y un edificio alcanza esa calificación no en función del costo que implique su construcción sino de la calidad arquitectónica de su factura, esto es por la razón de mutua necesidad que liga a todos los componentes de su forma.

Ahora bien, los edificios suelen durar más que las necesidades que los motivaron, y la llegada de nuevos usos genera acciones adaptativas que alteran las formas originales y con frecuencia implican adiciones de nueva planta. Esto no necesariamente es una desgracia; puede ser un mal menor a asumir para permitir la supervivencia del edificio en cuestión. Abundan los ejemplos de actuaciones de calidad que, lejos de deteriorar la consistencia del original, la realzan.

Para ello son imprescindibles dos características del proyectista: idoneidad y prudencia. Idoneidad para que los nuevos componentes tengan un nivel de dignidad que naturalice el diálogo con lo preexistente. Prudencia porque no se puede dialogar a los gritos: hay tonos que no se pueden rebasar y escalas a respetar. La resultante debe ser una obra en que la mencionada razón de necesidad entre todos sus componentes siga existiendo.

Esta obra de Pittamiglio parece por desgracia destinada a atraer errores. Había sufrido ya una intervención tan innecesaria como ridícula con el agregado de unas columnas estilo Walt Disney, para desembocar ahora en esta alquimia a contramano que transforma a un edificio digno en una broma patética.

Es difícil creer que aún con el máximo virtuosismo pudiera llegarse a compatibilizar la extrema diferencia de escala entre los componentes de la propuesta. Cuando además la mole que se encarama sobre el edificio "protegido" exhibe tal cantidad de errores de diseño y semejante ambición de protagonismo, es seguro que aún los defensores del original convendrán en la conveniencia de demolerlo. Ya que a los edificios no les fue dado el poder huir o el suicidarse, cuando la legalidad no alcanza a protegerlos es necesario tener claro que es preferible una muerte digna a una nueva vida sumida en el ridículo.

Parece ser hora de reflexionar: este sueño de la razón que pretende conformar a tirios y troyanos acaba de alumbrar el tercer ejemplar de una generación de monstruos: comenzó en Paullier y Gonzalo Ramírez, sigue con la magnífica casa del arquitecto Crespi y desemboca en este ejemplo escapado de un cómic distópico.

Conrado Pintos
Vía correo electrónico


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