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Sobre la contradicción entre ciencia y religión

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Escuché la entrevista a la directora del Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, doctora Mónica Sans, con respecto al descubrimiento de una especie extinta de homínido, el Homo naledi. Me alegré de que este tema fuera discutido en profundidad en un programa periodístico. Últimamente, la ciencia despierta interés periodístico general solo cuando conlleva posibilidades de un avance tecnológico o una amenaza futura para nuestra vida cotidiana. No obstante, mi beneplácito se vio interrumpido cuando la doctora Sans afirmó que se considera creyente y que no entiende que haya una contradicción entre esta condición y sus conocimientos científicos.

Afirmo que sí existe una contradicción entre estas dos posiciones. El conocimiento científico es la comprensión más amplia y profunda del universo de la que disponemos actualmente. Su potencia radica en su excepcional metodología, consistente en un conjunto de herramientas que permiten:

a) construir hipótesis lógicamente consistentes con el resto de los conocimientos generalmente aceptados como verdaderos

b) contrastarlas con la realidad mediante experimentos ingeniosamente diseñados para evitar la injerencia de sentimientos e inclinaciones de los investigadores

c) someter los resultados al riguroso escrutinio de la comunidad científica, quienes mediante su análisis y repetición pueden fácilmente descartar aquellos que sean erróneos, fraudulentos o lógicamente contradictorios con otros resultados bien fundados.

Las afirmaciones de carácter religioso, por el contrario, no se derivan de este proceso de indagación racional de la realidad. Son el resabio de especulaciones precientíficas, pergeñadas por nuestros más ignorantes ancestros, para quienes todos los fenómenos del mundo, desde los más cotidianos a los más extraordinarios, representaban un verdadero misterio, y sus causas, por motivos claramente no imputables a ellos, resultaban inaccesibles a cualquier indagación.

El pensamiento religioso se funda en dos formas de argumentación que no merecen una consideración seria en virtud de su carácter evidentemente falaz: la apelación a la revelación (generalmente realizada por la divinidad a uno o dos individuos, en cuevas o parajes desolados, convenientemente alejados en el tiempo y en el espacio de cualquier posibilidad de verificación objetiva) y la apelación a la autoridad (una aparente condición de verdad que se aplica a todas las afirmaciones pronunciadas por individuos cuya vida está rodeada de circunstancias milagrosas o excepcionales).

A pesar de haber llegado al casi unánime consenso de que todos los textos “de inspiración divina” están plagados de errores e inexactitudes varias –que en el mejor de los casos deben ser considerados por su valor metafórico, alegórico, estético, o acaso histórico– las religiones que en ellos se inspiran continúan ejerciendo una influencia nada despreciable en todas las sociedades contemporáneas. Su influencia es tan potente que incluso científicos notoriamente competentes y bien informados no tienen reparos en cerrar una discusión pública sobre la evolución humana, reconociendo abiertamente que participan de un pensamiento supersticioso, contradictorio e irracional, cuyos orígenes se remontan probablemente a los relatos de un grupo de pastores de ovejas, impresionados por el discurso de un convincente carpintero, en la Palestina de la Edad de Bronce.

Es claro que cualquiera tiene derecho a adherir, en la privacidad de su conciencia, a las más inverosímiles ideas. Sin embargo, entiendo que el avance de la ilustración puede verse entorpecido cuando estas ideas son expuestas en el contexto de lo que podríamos llamar “divulgación científica”.

Sebastián Peralta
Vía correo electrónico


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Foto: Reconstrucción del rostro de un Homo naledi realizada por el paleoartista John Gurche en su estudio en Trumansburg, Nueva York, publicada en el número de octubre de 2015 de la revista National Geographic. Crédito: AFP Photo/HO/National Geographic/Mark Thiessen.

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